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Ruido y silencio

Los monstruos de la razón producen pesadillas

H. P. Lovecraft.

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Hay sueños que engendran tigres y hay sueños en los que se aparece el diablo silbando tu nombre como si fuese una amenaza de muerte. Una vez soñé que cantaba con Tom Waits la de Jersey girl y que Bruce Springsteen hacía los coros. Sha la la la; Sha la la la I'm in love with a Jersey girl; Sha la la la. En otra ocasión, Raimundo Amador me dijo que había soñado que tocaba la guitarra con los Stones, y que en escena se picaba con Keith Richards; me refiero a que tenía un duelo de guitarra con él. En realidad, Raimundo ya había cumplido su sueño: tocar con B.B King. Todo lo demás eran para él sucedáneos. 

Borges llegó a decir que el sueño es el género literario más antiguo que existe y, en la introducción a su Libro de sueños, afirma que el alma humana, cuando sueña, es, a su vez, el teatro, los actores, el auditorio y el autor del libreto; a lo que yo añadiría que también es la música. En estas noches de insomnio, he estado leyendo sueños; los de Borges los he ido alternando con los de Lovecraft en una edición muy apetecible preparada por Javier Calvo para Aristas Martínez. Se titula Diario de sueños. 

En uno de los sueños de Lovecraft, un coro de jóvenes que parecían estatuas de cera cantaban en una extraña clave menor, “con intervalos tonales que no pertenecían a ningún sistema musical terrestre”. Lovecraft lo cuenta como si se tratase de otra de sus historias de terror cósmico, pues la música del coro lo traslada a una dimensión desconocida, un tejido elástico y viscoso que se vierte sobre él como si se tratase de un caldo primigenio batido con leche cuajada. Los sueños de Lovecraft es lo que tienen, que se combinan unos con otros como las músicas de un buen disc-jockey que terminase su jornada con un disco rayado de cantos gregorianos.

Cuando cree haber despertado, en realidad, lo que Lovecraft ha conseguido es salir de un sueño que está dentro de otro sueño, lo más parecido a estar dentro de un ataúd que a su vez es transportado al horno crematorio; un sueño que se me repitió durante un tiempo que trabajé barnizando cajas a muñequilla. Fue durante un verano, entré de aprendiz de ebanista y lo poco que ganaba me lo gastaba en libros que leía a la hora de la siesta, echado sobre un ataúd. Leía para mantenerme despierto, pues evitaba quedar dormido por miedo a soñar lo mismo. 

Fue en aquella época cuando descubrí a Lovecraft, pues el ambiente de la ebanistería con los ataúdes apilados a un lado y a otro, me provocaba cierta angustia. Fue entonces cuando pensé que, para huir del miedo, no hay nada mejor que ir en busca del terror, y así me puse a leer a Lovecraft. Desde mis tiempos de becario, barnizando ataúdes, hasta hoy, Lovecraft nunca me ha defraudado, ha seguido fiel como el perro de un ciego. Como el sudor de mis manos cuando llega la noche y agarro uno de sus libros con la intención de no dormir por miedo a soñar lo mismo de siempre. 

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