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La Iglesia española y el golpe militar de 18 de julio del 36

Fotografía de portada del libro 'Por la religión y la patria. La iglesia y el golpe militar de julio de 1936'.

Francisco Espinosa Maestre

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Si hay una institución aún más oscura que el Ejército ésta es la Iglesia. No ya por cómo haya ido bandeando y saliendo a flote de todos los avatares de nuestra historia sino por su absoluta cerrazón a mostrar lo que en teoría es de todos. Es hecho sabido que a lo largo del siglo XIX pierde a costa del Estado buena parte de las inmensas propiedades que venía acumulando desde la Edad Media. Fueron las llamadas desamortizaciones, que también afectaron a otras instituciones como los municipios o el propio Estado. Eso es un hecho tan cierto como que a cambio el Estado puso en sus manos la enseñanza y le aseguró un dinero para mantenerse. Son estas coordenadas en que nos encontramos aún, pese a las vagas promesas de que alguna vez se autofinanciaría por sus fieles.

Por no remontarnos muy lejos la Iglesia disfrutó de una época dorada durante la Restauración, es decir, durante el último cuarto de siglo XIX y las primeras décadas del XX, con la apoteosis de la dictadura de Primo de Rivera. Los problemas para ella comenzaron en abril de 1931 con motivo de la proclamación de la II República. Ésta deseaba, entre otras cosas, la separación de la Iglesia del Estado y que éste se hiciera cargo de la enseñanza. Lo que la República ignoraba era el poder del enemigo con que se enfrentaba. La Iglesia, como los monárquicos, buena parte de la casta militar y el mundo de la propiedad agraria constituyeron un poderoso frente difícil de superar que finalmente consiguió sus propósitos.

En la obra Por la religión y la Patria. La Iglesia y el golpe militar de julio del 36 (Crítica, Barcelona, 2014) sus autores, José María García Márquez y el que esto escribe, tratamos de indagar en el papel que la Iglesia jugó en el golpe, de su papel en la represión. Hace ya años que se sabe el número de víctimas de carácter religioso causados por “los rojos”, con nombre y apellidos de los responsables. Aunque su número fue exagerado durante mucho tiempo, fueron muchos. Este martirologio fue explotado durante décadas, sin que jamás la Iglesia se acordara de qué fue del rebaño.

Desgraciadamente los curas no dejaron aparentemente nota de los asesinados a los que confesaron previamente, ni de los que encontraron la muerte o la prisión a causa de sus testimonios, ni de aquellos a los que hicieron la vida imposible, ni mucho menos de aquellos a los que directamente mataron. Y digo aparentemente porque no lo sabemos. Sus archivos están subvencionados por el Estado y han sido catalogados por ellos a su modo y manera.

Las investigaciones llevadas a cabo desde los 80 y muy especialmente la década pasada con las decenas de trabajos locales en todo el país han sacado a la luz cientos de historias que iluminan el secretismo de la institución. Había que aprovecharlas. Los archivos judiciales militares están llenos de consejos de guerra con sus informes. En los archivos parroquiales o de mayor rango no se encontrarán, pero allí sí están con fecha y firma. Al fin y al cabo formaban parte de las fuerzas vivas junto con el alcalde, Falange y la Guardia Civil. Esto sin contar el montón de soplones y chivatos varios que aportaban su granito de arena. Todo esto constituye un material de primera mano, recogido por lo general de testigos directos o familiares. De aquí han salido numerosos casos mencionados en el libro que ofrecen un panorama amplio de la cuestión. Esta no ofrece duda: la Iglesia constituyó parte esencial del golpe militar y de sus consecuencias. La Iglesia hubiera podido frenar allí donde pudo, que fue en más de medio país, aquella oleada de violencia. Pero no solo no lo hizo sino que la alentó.

El trabajo también se detiene en los escasos curas que trataron de salvar a gente y en aquellos, cuyo número es de esperar que alguna vez sepamos, que fueron igualmente asesinados por los sublevados al no mostrar simpatía hacia los fascistas (y no me refiero solo al conocido caso de los curas nacionalistas vascos). Hubo curas que fueron conscientes de aquella barbarie y o colaboraron de mala gana o no quisieron colaborar. Incluso capellanes de columnas que denunciaron cómo se estaba actuando con los prisioneros, unos se quejaban de que se les asesinaba directamente y otros que no se les daba la oportunidad ni de confesar a los que iban a morir.

El libro también toca algunos casos de los supuestos “curas buenos”, de los que siempre viene a contar más o menos lo mismo: cuando llegaron los falangistas al pueblo para llevarse a algunos vecinos, se plantaron ante ellos y dijeron: “De aquí no sale nadie, el primer rojo soy yo”. Es una leyenda que de repetida cansa. No porque no hubiera algún caso, que seguro que lo hubo, sino porque dado el resultado de la Guerra Mundial muchos, tanto curas como militares o falangistas, adornaron su pasado: todos habían salvado a alguien. En conclusión, se ha tocado el tema pero queda mucho por hacer.

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