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Oh capitán, mi capitán

Pablo Iglesias y los representantes de Unidos Podemos se aplauden mientras Mariano Rajoy y los diputados del PP hacen lo mismo tras la votación de la moción de censura fallida contra el Gobierno.

Antón Losada

Si algo funciona, no lo toques. Es una de las máximas sagradas del Código Mariano. El cambio de estrategia a última hora en plena moción de censura sólo puede significar una cosa: Mariano no se fía de que todo haya ido tan bien como le dice su entorno. Como a cualquier observador mínimamente informado, le habrán chocado los denodados esfuerzos de unos y otros para cuadrar, aunque fuera a hachazos, el guión de la colosal tunda del estadista al aprendiz de revolucionario que ni por asomo se produjo.

Ante la duda de si realmente había marcado tanta diferencia y se había desmontado a Pablo Iglesias, el PP activó su plan B favorito: en la mierda todos son iguales. Sólo así se entiende la irrupción desde las cloacas del Partido Popular del portavoz-basurero, Rafael Hernando, para apuntarse a los pederastas y traficantes de drogas de la, hasta ese momento, denostada estrategia Cifuentes.

Puede que no fuera necesario, pero por si acaso lo hicieron. Demasiada munición para volver a matar al cadáver que decían ya había matado Rajoy el día anterior. Otra contradicción que sumar a la inconsistencia de pasarse semanas calificado la iniciativa de Podemos como un circo, pero tomarse el trabajo de contestarla personalmente. Demasiada solvencia para tanta frivolidad. A Rajoy y sus diputados no les bastaba la evidencia de que los suyos estaban contentos con el resultado, o que su decisión de citarse con Iglesias había producido un daño colateral severo en la figura de un incomprensiblemente mudo Pedro Sánchez.

A cambio de soportar unas horas de debate Rajoy se ha anotado tres tantos en una jugada: revender su acción de gobierno, recordar a sus votantes que el enemigo sigue a las puertas y evidenciar la fragilidad de la posición del líder socialista, que sólo puede hablar en el Congreso si presenta una moción de censura; un buen tanteador.

Pablo Iglesias también puede estar satisfecho. Le ha sacado todo el jugo posible a una moción de censura que, entonces, pareció una buena idea, pero ahora iba camino de convertirse en un tiro en un pie. Sus votantes han recibido seguro la inyección de moral que necesitaban precisamente ahora, han ganado una portavoz en la figura emergente de una contundente y eficaz Irene Montero y Rajoy le ha asignado el papel de líder de la oposición, que supo aprovechar en el fondo y en la forma.

Todo son ventajas. A las que hay que sumar la legendaria habilidad socialista, capaz de convertir en un mal menor un gesto tan simbólico y potente como su abstención, y los prejuicios de Ciudadanos y Albert Rivera, el retroalimento ideal para la falta de visión de la estrategia de un Pablo Iglesias que sólo sabe moverse en una dirección buscando aliados.

Todos quienes aún se empeñan en rebajar el notable debate que acabamos de presenciar, calificándolo de teatro o de circo, deberían al menos reconocer que hacía tiempo que en el Congreso no se representaba con tanta claridad esta España dividida entre quienes creen que se trata de elegir entre estabilidad o un poco de corrupción y quienes creen que se trata de elegir entre corrupción o un poco de estabilidad.

Pablo Iglesias ha perdido la votación, pero no está claro que haya perdido la moción. Igual que Rajoy ha ganado la votación, pero no está claro que haya ganado la moción. Como al final de la épica película de Peter Weir, El club de los Poetas Muertos, queda esa sensación de que la dirección y el viejo sistema han ganado esta vez, pero ya nadie podrá parar el cambio y lo nuevo que viene porque los chavales habían visto con sus propios ojos lo que puede ser, no aquello que les habían dicho que debía ser.

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