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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

He escrito este artículo con la mascarilla puesta

La venta de mascarillas se triplica en las farmacias por miedo al coronavirus

Isaac Rosa

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No quiero ser alarmista ni extender inquietud en la población, pero el goteo de muertes en España no cesa: seis fallecidos en los últimos dos días. Dos este martes en La Rioja, y cuatro el lunes en Álava, Madrid, Cáceres y Lugo, que se suman a otra docena de muertos la semana pasada en distintas provincias. Cifras provisionales, que siempre se acaban incrementando porque hay también varias decenas de hospitalizados, algunos en estado grave.

Los dos muertos de este martes, de 35 y 54 años, fallecieron en una empresa de la localidad riojana de Navarrete, al parecer por el derrumbe de una estructura. Un día antes, el lunes, contabilizamos un fallecido al caer desde cuatro metros de altura en la empresa de gestión de residuos de Murga; un hombre de 55 años aplastado por un pilar de hormigón en las obras de un aparcamiento en Boadilla del Monte; un electrocutado en una finca de Talaván; y un joven de 33 aplastado por un árbol mientras realizaba labores en el monte en Chantada.

Seis fallecidos que se suman a decenas de muertos en lo que va de año por caídas de altura, aplastamientos, derrumbes, tractores volcados o siniestros de tráfico. O sepultados en el vertedero de Zaldibar. En todo el año pasado, 695 fallecidos, cifra similar a la del año anterior. Dos muertos cada día.

Sí, estoy hablando de accidentes laborales; siento decepcionarles si esperaban leer sobre otra epidemia. Hablo de esa epidemia invisible –o pandemia, pues trabajadores mueren por todo el mundo– que solo gana portadas de prensa y aperturas de telediario cuando los trabajadores mueren de cinco en cinco. Si son uno o dos, entran dentro de lo normal, la estadística. Dos muertos al día. Repito: dos muertos al día, dos personas que cada día van a trabajar y ya no vuelven. Y cientos de heridos en cada jornada laboral.

Cada vez que el periodismo-espectáculo vuelca su atención en un fenómeno puntual –lo mismo un virus que una borrasca que azota playas–, me imagino cómo sería si un día les diese por dedicar toda esa atención, energía y recursos a los accidentes laborales: presentadores interrumpiendo la tertulia televisiva con la última hora de otro muerto; telediarios abriendo con detalles exhaustivos sobre las condiciones laborales en la empresa del siniestro; conexiones en directo con el lugar de los hechos; expertos dando recomendaciones, testimonios de accidentados y familiares. Y en una esquina de la pantalla, un contador permanente que va sumando los muertos: 94, 95, 96… hasta más de 600.

Así un día, y otro, y otro. ¿Se lo imaginan? ¿Cuánto aguantarían gobernantes y empresarios sin tomar medidas drásticas para reducir el número de muertos, heridos y enfermos en el trabajo? ¿Cuánto aguantaríamos los trabajadores sin exigir esas medidas? Y lo mismo podríamos decir de otras “rutinas” que ya ni miramos, como los desahucios, que sigue habiendo a diario. Asuntos que nunca merecen un carrusel deportivo como el que ciertos medios han montado con el último virus -que por supuesto merece atención informativa, que no es lo mismo que show-.

¿Qué? ¿La mascarilla? No, no he escrito este artículo con la mascarilla puesta. Pero enseñarla en el titular, junto a la foto alarmista, quizás me sirva para lo mismo que la utilizan ciertos medios cuando se la colocan a sus reporteros en directo: para llamar su atención, para que entren aquí y lean, para alarmarlos, incluso asustarlos. Porque si en vez de la apocalíptica mascarilla me pongo un sencillo casco de obra, igual pasan de largo.

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