Un mal día en el Supremo lo tiene cualquiera

Después de varios días sin seguir el juicio a los independentistas catalanes, ayer me asomé un rato al Supremo. Era el turno de Jordi Cuixart, y su declaración me interesaba especialmente: si todas las acusaciones me parecen disparatadas, y todas las prisiones provisionales injustificadas, el caso de Cuixart es especialmente grave: por ser un activista social sin responsabilidad política, por la debilidad de la acusación (los famosos coches de la Guardia Civil destrozados), y porque junto a Jordi Sánchez es el que lleva más tiempo en prisión (500 días ya).

Así que me dispuse a ver un interrogatorio de altura, el fiscal y Cuixart frente a frente, una de esas escenas memorables de cine de juicios donde las astutas preguntas van acorralando al acusado hasta quebrarlo.

Pero mira tú por dónde, tuve la mala suerte de conectarme al streaming justo cuando el fiscal atravesaba un momento tonto y preguntaba por el ancho de no sé qué acera y unos bocadillos. Bueno, me dije, lo he pillado en un minuto flojo, no todo puede ser intensidad jurídica. Así que seguí a mis cosas, y un rato después me conecté de nuevo. Esta vez el fiscal mostraba tuits (¡tuits!) de Cuixart, que parecían inofensivos pero que el acusador retorcía y exprimía buscando alguna gota de violencia en ellos.

Tranquilo, Isaac, me dije, seguro que todo es una estrategia brillante para que el acusado se confíe. Pero entonces el fiscal se puso a sacar correos en catalán, que el propio acusado tenía que traducir para que el fiscal los entendiese bien. Ni rastro de alzamiento violento, por ninguna parte asomaba la rebelión por la que le piden 17 años de cárcel. Así que el fiscal se desentendió por completo de la rebelión violenta, y se centró en la desobediencia, que Cuixart no solo no negó sino que defendió con orgullo, recordando la larga tradición de desobediencia pacífica que ha acompañado la lucha por los derechos civiles. Pero el delito de desobediencia es un delito menor, con penas inferiores, y no justificaría el año y pico que lleva en la cárcel.

Bueno, un mal día lo tiene cualquiera, me dije, confiado en que el fiscal hubiese pasado mala noche o estuviese incubando gripe, algo que justificase la impresión que transmitió de no haberse preparado bien el interrogatorio, o peor aún, de no tener nada sólido sobre lo que sostener su relato acusatorio.

Por la tarde volví a asomarme al Supremo: era el turno de Carme Forcadell, y esta vez era la fiscal Consuelo Madrigal, que fue nada menos que fiscal general del Estado. Esta no falla, me dije, por fin el gran duelo judicial. Pero nada, más de lo mismo. Otra vez los tuits (¡tuits) como elemento probatorio, tuits que lo mismo estaban incompletos que se citaban sin poder mostrarlos por no estar “en la nube”, mientras el presidente del Tribunal tenía que pedir al público que dejasen ya las sonrisas y murmullos.

Tampoco con Forcadell hubo preguntas que apuntasen a la rebelión, y sí un montón de consideraciones políticas o sobre funcionamiento parlamentario que no daban más de sí, llenas de errores que la propia Forcadell iba corrigiendo, y sin relación alguna con los delitos gravísimos que justifiquen que esta mujer lleve un año en la cárcel.

En resumen, una jornada para la Historia en el Supremo. Si aceleras la imagen y le pones la resultona música de Benny Hill, da para unas risas, con los fiscales corriendo tras los acusados, tropezando una y otra vez, cayendo en todos los charcos y llevándose una colleja tras otra, incluso dándosela a sí mismos para aumentar la comicidad. Pero no tiene ninguna gracia.

Venga, no perdamos tan pronto la fe en la justicia española, y confiemos en que los fiscales hayan tenido un día tonto, que el problema sea que somos unos ignorantes en estos asuntos, o que los testigos y la fase de pruebas dejarán algo más sólido que la calderilla probatoria de estas primeras semanas.

No es posible que todo un proceso donde se juegan décadas de prisión, que va a condicionar la solución política futura del conflicto territorial, y que arriesga la credibilidad del sistema judicial y de la democracia española, sea tan endeble como para provocar la enorme vergüenza que muchos estamos sintiendo. No es posible, ¿verdad?