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¿Esto nos está pasando realmente?

La turística Puerta del Sol madrileña vacía durante el estado de alarma decretado por el coronavirus

Santiago Alba Rico

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Cicatero y gorrón en las redes, el sábado pasado se me ocurrió poner un tuit “filosófico”, cuya prolífica reproducción -al menos en relación con mis baremos habituales- confirma de algún modo la transversalidad de su contenido. El tuit decía: “Esta sensación de irrealidad se debe al hecho de que por primera vez nos está ocurriendo algo real. Es decir, nos está ocurriendo algo a todos juntos y al mismo tiempo. Aprovechemos la oportunidad”. Como en algunas respuestas se me ha pedido que explique más largamente este aforismo, lo intento a continuación.

¿Qué es real? Real es la independencia del mundo.

Ahora bien, es más fácil para un machista reconocer la independencia de la voluntad femenina o para un nacionalista español la independencia de Catalunya que para un ser humano reconocer la independencia del mundo.

Eso ocurre raramente y por dos motivos. El primero es antropológico y tiene que ver con lo que Jean-Paul Sartre, con inspiración muy heideggeriana, llamaba “la inmanencia de la conciencia en la experiencia”. Estamos protegidos, es decir, por la inmediatez misma de nuestras experiencias en el espacio. Por el hecho de que experimentamos las cosas con nuestro cuerpo y en un mundo que reconocemos como banalmente “nuestro”. Lo “normal” es, de alguna manera, lo contrario de “lo real”.

El segundo es sociológico: me refiero al hecho de que el mundo ha sido suplantado por toda una serie de estructuras -o respuestas sociales automáticas- que acabamos interiorizando de forma colectiva, pues de ellas depende nuestra supervivencia, como “reales”. Pensemos, en nuestro caso, en todas esas satisfacciones civilizacionales cotidianas que damos por supuestas: del grifo sale agua, la luz se enciende, el cajero nos da dinero, el supermercado está abierto, el móvil se recarga, el médico nos atiende.

Esta doble “inmanencia” (antropológica e institucional) determina la paradoja de que la pobreza sea tan “real” para los pobres como la riqueza para los ricos. Si los pobres tuviesen un acceso privilegiado a la realidad del mundo su vida sería totalmente insoportable y tanto las revoluciones como los suicidios serían mucho más frecuentes. Cuando la filósofa, militante y mística Simone Weil quiso compartir los sufrimientos de una cadena de montaje para clavarse “el aguijón de la realidad en la carne” descubrió el embrutecimiento salvífico del trabajo penoso y extremo: el trabajo mismo, con su inmanencia brutal, pone a los trabajadores “fuera del mundo”. En cuanto a los suicidios, es sabido que se suicidan mucho más los ricos que los pobres.

Raramente, pues, tenemos acceso a la independencia del mundo. Lo tenemos a través del dolor, mediante el cual chocamos con el límite interno de nuestra propia vida; y lo tenemos a través del amor, la primera vez que, enamorados, reconocemos el límite del otro cuerpo como indomeñable y gozoso. Raramente, sí, nuestra vida nos parece mortal; raramente un árbol nos parece un árbol; raramente los otros cuerpos nos parecen tan propios e independientes como el nuestro. Sólo las madres de todos los sexos viven la felicidad y el sufrimiento de sus hijos como realmente reales.

Durante siglos, es verdad, los humanos hemos estado mucho más expuestos que hoy a la revelación de la independencia del mundo; es decir, a la irrupción disruptiva de lo real. Sometidos a la naturaleza y sus injurias, a los virus y sus contingencias, la religión nos ofreció un procedimiento manual para proteger nuestra inmanencia. El creyente que declaraba (y aún declara) que Dios es más real que el mundo, inscribe la contingencia en un orden y una voluntad, de manera que el mundo llega hasta nuestro cuerpo mitigado, a modo de caricia o de punición personal. Es lo mismo que hacemos -escribía el otro día- cuando recurrimos al complotismo para negar la existencia e independencia de las fuentes de dolor. Dios conspira a nuestro favor mientras que Trump -o Fumanchú- conspiran en nuestra contra. Que el mundo lo controlen los malos, si es que Dios no puede hacerlo, no deja de ser un alivio teológico.

Hoy nos hemos deshecho de Dios como de una chapuza primitiva -a igual título que los caballos o las máquinas de escribir- que se estropeaba muchas veces y requería un enorme esfuerzo de manutención individual (esfuerzo muy fecundo, por lo demás, en literatura y filosofía, hoy perdido). Nos hemos deshecho de Dios y en su lugar hemos introducido, a través del capitalismo de consumo, una estructura material y simbólica “automática” que asegura una inmanencia mucho más confortable, casi autista en su clausura molusca: la tecnología, el consumo, los avances médicos han generado en Occidente una ilusión de inmortalidad incompatible con la independencia del mundo. Con nuestra cámara digital la buscamos ansiosamente al tiempo que ansiosamente la negamos, prolongando tanto su ausencia como la nostalgia de ella. La buscamos y la negamos, en los intersticios de la tecnología, a través del sexo intenso y soluble sin compromiso. La buscamos y la negamos en la droga, en el deporte onanista, en el ruralismo dominical. Nunca una sociedad humana ha vivido más fuera del mundo que la nuestra. Cuando titulaba mi último artículo “Apología del contagio” quería advertir sobre los peligros de esta ausencia de mundo; es decir, de esta desinfección de realidad.

Y de pronto llega el coronavirus -con las medidas tomadas contra él- y nos revela de nuevo la independencia del mundo. Protegidos por la inmanencia, que nos hace interiorizar como normal su ausencia, su comparecencia sólo puede presentarse de forma traumática y desconcertante para los sentidos. La comparecencia de lo real, cuando ocurre, siempre se nos antoja irreal. Eso nos pasa, a nivel individual, cuando se nos diagnostica un cáncer y los cuatro puntos cardinales se mezclan y voltean ante nuestros ojos. O cuando nos acontece tener entre los brazos, caliente y vivo, el cuerpo soñado que habíamos creído siempre inalcanzable. Pero ocurre mucho más cuando ese desvelamiento del mundo en su independencia es compartido, sin escapatoria, por todos los humanos al mismo tiempo. Este “sin escapatoria” es importante, pues lo que define el mundo real -ya sea un árbol o un virus- es que no se puede escapar de él, ni para el bien ni para el mal. No se puede escapar del compromiso con el amado; no se puede escapar del cepo de la muerte.

Es verdad que se nos deberían haber mezclado los cuatro puntos cardinales muchas veces antes de hoy, fuera de la confortable inmanencia de nuestros automatismos: con la amenaza nuclear, por ejemplo, latente desde 1945, o con el cambio climático, que coincide con los límites del planeta y del que no hay huida posible. Pero si sólo con el coronavirus se ha apoderado de nosotros esta sensación de irrealidad que acompaña siempre a la irrupción de la realidad es porque las medidas globales tomadas contra él han echado por tierra al mismo tiempo la inmanencia antropológica y la inmanencia sociológica. El virus es la contingencia misma del mundo sin Dios; el estado de excepción planetario sincroniza por primera vez desde 1945 nuestras costumbres y nuestras instituciones con una amenaza “mundana” de alcance universal que no podemos controlar. El gobierno, suspendiendo el régimen autonómico, reconoce la independencia terrible del mundo, desnudo de inmanencias rutinarias; el gobierno, alterando traumáticamente nuestra vida cotidiana, nos arroja al mundo, donde hay menos libertad no porque la ley nos obligue a quedarnos en casa sino porque nos atrapa, precisamente, en la realidad misma. La globalidad de estas medidas da a este mundo una redondez asfixiante que nunca antes había tenido. O que nunca antes habíamos percibido de un poco tan vívido e inmediato.

Que reconozcamos el mundo como real, ¿no es también una oportunidad? Debería serlo. Como algunos llevamos años pidiendo, el mundo se ha parado: un ocio trágico reemplaza a una producción suicida, el cuidado imperativo se impone al sentimentalismo nihilista, la propia crisis económica en ciernes, de una envergadura sin precedentes, concede al mundo la posibilidad de intervenir en nuestros debates sobre recursos, distribución y protección ambiental. La realidad tiene momentáneamente la palabra. Habría sido mejor, es cierto, que los árboles nos interpelaran pacíficamente y que el dolor de los otros nos hubiese okupado razonablemente los cuerpos. Habría sido mejor -aunque poco verosímil- que el mundo se declarara independiente ante nuestros ojos por la vía de la razón y la sensibilidad. No podía ser. Tenía que hacerlo de esta manera, con una sacudida de nuestras inmanencias y una amenaza a nuestras existencias. Lo cierto es que, obligados a este parón, vamos a ver por fin cosas que teníamos delante de las narices, nos vamos a aburrir hasta la rebelión, vamos a tensar al máximo nuestros resortes íntimos y nuestra lengua común. La pregunta ahora, por tanto, no es si esta revelación podía haberse producido de otra manera sino si estamos preparados para sacarle partido.

No va a ser fácil. Antropológicamente nuestro mundo es el más irreal de la historia. Décadas de lo que Pasolini llamaba hace casi cincuenta años “hedonismo de masas” han producido un naufragio “moral” tan catastrófico como refinada y totalitaria es nuestra tecnología: “El hedonismo del poder de la sociedad de consumo”, escribía en sus Scritti corsari, “ha desacostumbrado de golpe, en menos de una década, a los italianos a la resignación, a la idea de sacrificio, etc.: los italianos no están ya dispuestos a abandonar ese poco de comodidad y bienestar (aunque sea miserable) que de alguna manera han alcanzado. Lo que podría prometer un nuevo fascismo, debería ser precisamente, por tanto, ”comodidad y bienestar“: lo que es una contradicción en los términos”. Esto que dice Pasolini de los italianos se puede aplicar a todos los occidentales, pobres o ricos, e incluso, en términos de imaginario desiderativo, a todo el planeta. Un poema suyo de 1974, titulado Recesión, anticipa ese regreso al mundo o regreso del mundo, con fábricas en ruinas, calzones con remiendos y crepúsculos vacíos de coches, en el que los ojos “ya no demandan dinero sino amor”; el poema acaba recordando abruptamente que ese mundo no puede ser deseable como catástrofe sino como “comunismo”, en el modo muy particular -populismo católico y humanismo marxista- en que Pasolini interpretaba este concepto. No estamos preparados para afrontar la independencia del mundo; y si los europeos no nos ponemos las pilas, a esta disrupción de lo real sólo sobrevivirán, como dice otro poeta italiano, Erri de Luca, “los indios, los bálticos, los Masai, los beduinos protegidos por el viento y los mogoles a caballo”. Y seguramente los chinos.

Antropológicamente no estamos preparados. Pero mucho menos lo está el capitalismo para hacer concesiones. En el año 2008 los ciudadanos rescatamos a los bancos; hoy sería justo e imperativo que los bancos rescatasen a los ciudadanos. No ocurrirá. El capitalismo, esa descomunal fantasía, es capaz de succionar beneficios incluso de lo real disruptivo. La economía lleva algunos siglos y, sobre todo, algunas décadas negando el mundo y va a seguir haciéndolo. Nuestro desafío como humanos repentinamente arrojados a él es casi heroico: proteger la salud de cada cuerpo como si fuera nuestro propio cuerpo; proteger nuestras estructuras sanitarias, erosionadas por los recortes y por el nihilismo hedonista de algunos des-almados; proteger la democracia, que ya estaba debilitada y que puede sucumbir mañana a un permanente estado de excepción, por muy justificado que esté hoy; y protegernos, sobre todo, de una economía que nunca ha reconocido la independencia del mundo y que, ante la comparecencia de lo real, decidirá una vez más -entre el capitalismo o el mundo- sacrificar el mundo con todos sus habitantes.

Lo peor esperable, dice un amigo, es que cuando pase esta crisis volvamos a donde estábamos, como si nada hubiese ocurrido. Hay otras dos opciones, excluyentes entre sí. Una es que, traumatizados por lo real, con menos defensas que nunca, busquemos nuevas inmanencias en regímenes autoritarios al servicio de un remozado capitalismo “nacional”. La otra es que defendamos con uñas y dientes la independencia del mundo revelada de la peor manera y, tanto en la esfera antropológica como en la política, a nivel local y global, prolonguemos y gestionemos este parón y su dimensión auroral, fundacional, constituyente. Para ello, frente a los des-almados y a los automatismos, necesitamos buenos ejemplos. Y los tenemos. En el orden antropológico, ahí están los médicos, los sanitarios, los “piquetes” vecinales de ayuda a los mayores, las cajeras y reponedoras de los supermercados (“somos la tercera clase del Titanic”, se lamenta una de ellas), cuya defensa de la realidad nos indica a todos el camino. En el orden político y global, ahí está la OMS, una institución silenciosa, mucho más eficaz que la ONU, que parece entender que la única manera de que nos salvemos cada uno de nosotros es que nos salvemos todos al mismo tiempo.

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