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El tóxico legado de los lavados de cerebro financiados por la CIA en Canadá

En esta imagen se puede ver a Johnson con una máscara hecha a partir de una antigua foto de su abuela mientras intenta preparar la comida / Foto: cortesía de Sarah Anne Johnson

Ashifa Kassam

Toronto —

La artista canadiense Sarah Anne Johnson siempre conoció a grandes rasgos la historia de Velma Orlikow, su abuela materna. Con la esperanza de recibir ayuda para la depresión postparto, Orlikow ingresó en 1956 en el Allan Memorial Institute de Montreal, un renombrado hospital psiquiátrico de Canadá. Pero después de pasar tres años entrando y saliendo de la clínica, su estado había empeorado, en lugar de mejorar, y su personalidad había sufrido grandes cambios.

Tuvieron que pasar más de dos décadas antes de que Johnson y su familia tuvieran una explicación de lo que había ocurrido y fue mucho más extraña de lo que cualquiera de ellos hubiera podido imaginar. En 1977 se descubrió que la CIA había estado financiando el Allan Memorial Institute para desarrollar experimentos de lavado de cerebro y control mental como parte de un proyecto para toda América del Norte conocido como MK Ultra.

La agencia de espionaje estadounidense buscaba mejorar sus conocimientos sobre el lavado de cerebro desde que un grupo de estadounidenses capturados en la guerra de Corea elogiara públicamente al comunismo y denunciara a Estados Unidos. Esa búsqueda llevó a la agencia al norte de la frontera en 1957, donde Ewen Cameron, un psiquiatra de origen escocés, trataba de descubrir si los médicos podían borrar la mente de una persona para introducirle nuevos patrones de comportamiento.

A finales de los 50 y principios de los 60, Orlikow fue una más entre los cientos de pacientes que se convirtieron en víctimas de estos experimentos en Montreal. “Es casi imposible de creer”, dice Sarah Anne Johnson, que tras la muerte de su abuela comenzó a investigar sobre el instituto indagando en los papeles y documentos judiciales sobre Orlikow. “Algunas de las cosas que [Cameron] hizo a sus pacientes son tan horribles e increíbles que parecen pesadillas”.

Los pacientes eran sometidos a electroshocks de alto voltaje varias veces al día, les daban medicamentos para dormirlos durante períodos que podían durar meses y les inyectaban enormes dosis de LSD.

Tras reducirlos a un estado infantil (algunas veces, despojándolos de habilidades básicas como la de vestirse o atarse los zapatos), Cameron intentaba reprogramarlos bombardeándolos con mensajes grabados que se repetían durante 16 horas seguidas. Primero, los mensajes negativos sobre sus defectos. Luego, los positivos. En algunos casos se repetían hasta medio millón de veces.

“No podía hacer que sus pacientes los escucharan lo suficiente, así que instaló altavoces en el interior de unos cascos de fútbol americano y los cerró con llave sobre sus cabezas”, dijo Johnson. “Como enloquecían hasta golpearse la cabeza contra las paredes, [Cameron] pensó que podría inducirles un coma para ponerles las cintas todo el tiempo que hiciera falta”.

Además de los intensos ataques del electroshock, a la abuela de Johnson le inyectaron LSD en 14 ocasiones. “Ella decía que eso le hacía sentir como si sus huesos se derritieran. ‘No lo quiero’, decía, y los médicos y las enfermeras le respondían: 'Eres una mala esposa, eres una mala madre, si quisieras mejorar, harías esto por tu familia, piensa en tu hija’”, contó Johnson.

Cuando Orlikow murió, Johnson tenía 13 años. La experiencia de su abuela, y la profunda huella que dejó en su familia, está presente en su obra como artista. “Ya desde una edad muy temprana, yo sabía que mi abuela no era como las otras abuelas”, dijo Johnson, de 41 años. “Los nervios y la ira estaban siempre a flor de piel. Si alguien se tropezaba con ella o si estábamos en un restaurante y alguien le derramaba algo encima, explotaba sin más. No le hacía daño a nadie, sólo gritaba y tardaba horas en calmarse”.

Buscaban borrar las emociones

Johnson pasó mucho tiempo con su abuela. Solía estar en su casa por las tardes mientras sus padres trabajaban. Las dos se sentaban en el sofá y veían la televisión juntas, rodeadas de montañas de libros y de periódicos. Años más tarde, Johnson comprendió los estragos que los experimentos habían provocado en el cerebro de Orlikow: podría llevarle tres semanas leer un periódico, meses escribir una carta, y años terminar un libro. “Pero siguió intentándolo, intentó ser la misma de siempre y hacer las cosas que antes amaba”, dijo Johnson. “Ahora pienso que todos los días en ese sofá ella tenía que enfrentarse a un montón de sus propios fracasos”.

Escenas similares ocurrieron a lo largo de todo Canadá cuando los antiguos pacientes del instituto trataron de regresar a sus vidas. Como dice Alison Steel, cuya madre fue internada en 1957, “contaminó a toda la familia”. Su madre entró con 33 años porque mostraba signos de depresión tras la pérdida de su primer hijo. “En esa época, el doctor Cameron era considerado un psiquiatra milagroso”, dijo Steel. “Se suponía que era maravilloso tratando a personas deprimidas o con problemas de salud mental”.

A Jean, la madre de Steel, le inducían el sueño con productos químicos. Una vez pasó 18 días sin despertar. En otra ocasión, fueron 29 días. La sometían con rondas de electroshocks, le daban inyecciones de drogas experimentales y la acosaban con ataques aparentemente interminables de mensajes grabados. “Dicen que fue una tortura para seres humanos, una tortura humana”, dice Steel, que tenía cuatro años cuando hospitalizaron a su madre. “Lo que intentan hacer es borrar tus emociones. Te despojan de tu alma”.

Después de tres meses en la institución, Jean regresó a casa. El tratamiento habían afectado a su memoria y la había dejado en un estado de nerviosismo y ansiedad. “No era capaz de hablarme de la vida y de cosas normales. No era capaz de bromear y reír”, dijo Steel. A veces, su madre interrumpía inesperadamente las conversaciones para hacer declaraciones que Steel atribuye a los mensajes grabados. “Ella soltaba algo así como: ‘Debemos hacer lo correcto’”, contó Steel.

El psiquiatra detrás de los experimentos, Ewen Cameron, murió en 1967 por un ataque al corazón mientras escalaba una montaña. Pero en las últimas décadas ha habido varios intentos de expacientes y familiares por responsabilizar al Gobierno canadiense y a la CIA.

El Gobierno de Canadá, que había subvencionado la investigación de Cameron desde varias agencias, ofreció en 1992 compensaciones de unos 70.000 euros a 77 expacientes del instituto reducidos a un estado infantil. A cientos de otras personas (entre ellas, la madre de Steel) les denegaron la indemnización. En algunos casos, por considerar que el daño no había sido suficiente.

Steel, que demandó al Gobierno en 2015, llegó a un acuerdo el año pasado por el que recibió 70.000 euros a cambio de firmar un contrato de no divulgación. Según el abogado Alan Stein, representante de varios expacientes y familiares, el acuerdo es uno de los pocos que se han firmado en los últimos años. Sin tener pleno conocimiento del alcance de los experimentos que se llevaron a cabo, el Gobierno canadiense ha dicho que esas compensaciones tienen un carácter puramente humanitario y de compasión. Según Stein, el Gobierno “nunca ha admitido su responsabilidad legal”.

En 1980, la abuela de Johnson y otros ocho expacientes se enfrentaron a la CIA con una demanda colectiva por los seis años en que la agencia financió a Cameron. El desafío legal dejó a su abuela con ansiedad y ataques de pánico, dijo Johnson. “Y entonces ella juntaba, tan difícil como le resultaba, cada pedacito de energía y coraje para afrontarlos”. Los demandantes empezaron pidiendo una disculpa pública y un millón de dólares cada uno en daños y perjuicios. En 1988 llegaron a un acuerdo y recibieron poco más de 80.000 dólares por persona.

El arte se convirtió en la herramienta de Johnson para procesar la dolorosa historia familiar. En una serie de 2009 usa a una ardilla para representar a su abuela, después de que Orlikow dijera que las inyecciones de LSD la hacían sentir como una ardilla atrapada en una jaula. Una videoinstalación de 2016 muestra a Johnson con una máscara hecha a partir de una antigua foto de la abuela y tratando de preparar la comida. “Una tarea imposible, teniendo en cuenta que el médico la desmontó y la volvió a juntar”, dijo Johnson.

La experiencia de Velma Orlikow en el hospital de Montreal le dejó profundas cicatrices pero su lucha por la justicia es un profundo motivo de orgullo para su nieta. Es esa combinación la que Johnson intenta capturar en una obra de 2009 pintada sobre una imagen de su abuela sonriendo mientras balancea a sus dos nietos en el regazo con las manos convertidas en enredaderas y bucles que envuelven con firmeza a los niños.

“Esas enredaderas son un hecho. No son oscuras. No es algo malo”, dijo. “Parece extraño decir esto pero. debido a la terrible experiencia por la que pasó mi abuela y lo de demandar a la CIA después, he crecido sintiéndome parte de una familia que defiende lo que cree. Así que esto forma parte de mí ahora, así es como veo yo el mundo”.

Traducido por Francisco de Zárate

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