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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

10 de noviembre, Día de la Memoria

Jóvenes con el lehendakari en el acto de Gogora

Pablo García de Vicuña

-¡No somos plantas, ni queremos que se nos trate así! –exclamaba de forma contenida una de las jóvenes participantes en el Programa Adi-Adian! (Víctimas educadoras) que fueron llamadas al acto de celebración del Día de la Memoria del pasado viernes, 10 de noviembre, en la sede del Instituto Gogora. –Queríamos conocer lo que sintieron las víctimas del terror, queríamos saber cómo se puede perdonar tras sufrir un acto violento. No nos gusta aprender sólo teoría- continuó la estudiante.

La sana curiosidad manifestada por la joven, junto con el respeto que las víctimas transmitían en sus exposiciones y la activación del perdón hacia sus victimarios han sido, quizás, los rasgos que mayor impacto causaron en las personas jóvenes que se han expresado en el acto. La mayoría coincidió en señalar que las experiencias positivas habían sido incontables y que el valor del testimonio oral era insustituible para empatizar con las vivencias transmitidas.

Jóvenes y público asistente en el Instituto Gogora parecían contagiarse mutuamente de un fuerte sentimiento de reconocimiento hacia las víctimas (por su fortaleza ética) y de gratitud con la Administración autónoma (como organizadora del acto). Los aplausos continuos pretendían acallar el ruido de una lluvia que disputaba el protagonismo a las intervenciones de las personas jóvenes.

Pero era en vano. El día no había comenzado bien: la política vasca continuaba enfrentada, incapaz de consensuar un manifiesto que realzara la conmemoración del señalado día. El silencio no era señal de respeto a las víctimas del terror, sino la única respuesta posible ante la falta de documento pactado. La misma historia de todas las celebraciones anteriores, hasta ocho ya, desde que se instauró esta ceremonia: falta de entendimiento político, declaraciones extemporáneas de quienes –desde un extremo u otro- se sienten ninguneados, argumentos y contrargumentos para justificar la desunión.

Y no mejoró la jornada por la tarde, con la celebración del Instituto Gogora. Este año el lema era Gazteak eta Memoria, en un intento de homenajear a las víctimas a través de la juventud. El resultado, como la tarde, desapacible: sillas vacías demasiado visibles y una sucesión apresurada de cambios en un frío escenario que calentaba poco el ambiente. Ni tan siquiera las breves palabras del lehendakari consiguieron variarlo.

Y es que la realidad se impone con machacona presencia. El programa de Víctimas en el aula no consigue despegar tras más de seis años de apuesta, más o menos decidida, de gobiernos distintos (comenzó durante el Gobierno de López y lo ha continuado Urkullu en las dos legislaturas). Los últimos datos públicos, presentados a finales del curso pasado, indicaban que los centros demandantes de la actividad no llegaban ni de lejos al centenar y que las experiencias expuestas habrían alcanzado a un alumnado inferior al millar de jóvenes de los cursos finales de la ESO y del Bachillerato. Datos poco representativos si se comparan con el número de centros y alumnado hipotético al que podía estar atendiendo.

Las preguntas, así, se agolpan una tras otra ¿Por qué ocurre esto cuando víctimas educadoras, centros escolares y alumnado participante hablan de forma tan positiva de la experiencia? ¿Qué impide a los centros, a sus direcciones, a su profesorado, enviar una solicitud para acceder al programa? ¿Hay tibieza en la propuesta del Gobierno? A la vista de la falta de consenso, ¿sigue la política oficial marcando todos y cada uno de nuestros actos? ¿Por qué no se han cursado invitaciones a los centros escolares al acto de Gogora, a través del Departamento de Educación? Se me ocurren algunas respuestas, poco tranquilizadoras, ciertamente.

Una, el confuso marco teórico que envuelve el concepto de víctima de la violencia. Luis Castells lo recordaba recientemente con un artículo en prensa (“Víctimas,¿todas iguales o todas diferentes?”. El Correo, 11-11-17). Se está alentando desde posiciones eminentemente políticas la confusión entre la igualdad de derechos y el significado concreto del término víctima. Reconocer la condición de sufridora de violencia terrorista no iguala a la víctima, más allá de su reconocimiento, pero no lo hace en su responsabilidad. (¿Deben tenerla igual –la responsabilidad- quien fallece manipulando una bomba que quien pierde la vida, objeto de ese atentado?). La tregua unilateral decretada por la propia ETA hace ahora seis años, generó esta ambigüedad calculada de cierta corriente política, en un deseo evidente por cubrir desde una única posición de víctima todo el espectro social sacudido por tantos años de violencia. Y es esta confusión la que se ha trasladado a la sociedad, minorizando actuaciones como el programa educativo sobre víctimas mencionado.

Otra respuesta, a su vez inquietante, tiene que ver con el difuso papel que la sociedad vasca ha decidido asumir tras el cese de la violencia y que tan críticamente explica Aurelio Arteta ('Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente'. Alianza, 2010). Decía este autor en 2010 que la atmósfera moral que entonces respirábamos nos empujaba a protestar que lo ocurrido no era cosa nuestra, que no teníamos por qué dar explicaciones ni nadie era quién para pedírnoslas. “El clima civil había consagrado como básico el derecho a no deber”. Sin duda, algo de esto aún queda en nuestra sociedad siete largos años después. Aquel silencio nos retumba aún como un debe social exigible por tantas víctimas. De ahí que programas como el de Víctimas educadoras, reabran conciencias y generen desasosiego.

Por último, la respuesta institucional, que pretende ser equitativa –nadie duda del mensaje inequívoco de repulsa a la violencia de ETA de las instituciones democráticas vascas- pero no ayuda a serenar la desconfianza de tantas víctimas ocasionadas por la banda terrorista. Y es aquí donde la Consejería de Educación tenía y tiene una responsabilidad concreta, como es en la formación del profesorado vasco. Porque éste, salvo honrosísimas excepciones que han combatido la intolerancia, se ha manifestado –y aún lo hace- en este tema con actitud ciertamente pasiva (en línea semejante a la propia sociedad), cuando no abiertamente divulgadora de las ventajas de la violencia para la resolución de conflictos, amparada en teorías como la guerra justa, la violencia liberadora o la guerra preventiva.

Y sin embargo, es aquí, en la educación, donde reside uno de los baluartes de deslegitimación de la violencia que hay que trabajar sin prisa, pero sin pausa. Es la educación la que aporta, como espacio de aprendizaje y convivencia, un factor de cohesión social, “de alfabetización en la diversidad de lenguajes presentes en la sociedad actual y en la formación de los valores básicos de la convivencia democrática, el respeto y la paz”, como señala el profesor Xesús Jares ('Educar para la paz en tiempos difíciles'. Bakeaz, 2004). Recuperar nuestro pasado, incorporarlo en nuestro presente, nunca debe ser interpretado en clave revanchista, sino de justicia y reparación ante las víctimas y de antídoto contra enfermedades sociales como el odio, la exclusión y la violencia.

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