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'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.

La vida, ese poder tan equívoco

Daniela Alcívar, autora de 'Siberia, un año después'

Ana Andújar

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Daniela no ha llegado todavía a la presentación porque sigue en la radio y con el tráfico endemoniado de estos días todo se retrasará un poco más. Me toca esperar con nervios que ni debería tener, mañana tendrá de maestras de ceremonias a Perni y Bastarós y me consume el síndrome de impostora. Pero la calma llega fácil aquí: no sé qué pasa en Libros Traperos que siempre me ronda una reconfortante sensación de desinterés hacia el que llega, como una familia que, después de saludarte cálidamente, ya no tiene que ofrecerte protocolos ni charlas de ascensor, porque dan por hecho que perteneces. Paco me pone el programa de radio por el móvil, y empiezo a removerme cuando escucho las preguntas del locutor y miro de reojo las mías en mi cochambroso folio, prácticamente iguales, para vergüenza periodística. Daniela, además, habla con un hilillo de voz: tiene una gripe terrible y me comentan que antes de aterrizar en Murcia han tenido que “doparla” en urgencias, pues empeoró tras la presentación de Barcelona. Temo que se le acaben las palabras en la maldita Onda Regional y no quede nada para nosotros. Temo que le dé un patatús y que nos odie a todos por hacerla venir para volver rajarse por la mitad. Qué sabría yo del aguante de esta mujer, resistente e inmensa como el Pichincha.

Daniela Alcívar Bellolio (Guayaquil, 1982) es editora y directora del Centro Cultural Benjamín Carrión, y sobre todo, es escritora. “Siberia. Un año después” (Editorial Candaya) es su última novela, un relato de vida y muerte, de supervivencia y deseo, de larga contemplación al territorio exterior e interior. Eliminad toda épica, su esplendidez reside en cómo te dice al oído: ¿ves todo este dolor, los errores, la lujuria, la huída, la valentía? Podías haber sido tú.

Siberia indaga en la historia de una mujer – que bien es la autora, deslizándose la autobiografía, bien es magia – que sufre el doble duelo de la pérdida de un hijo y el abandono de su ciudad. Dos huecos quedan, dos escenarios son campos de guerra. Por un lado, el cuerpo que queda mutilado: ha dado a luz pero vuelve a casa “con los brazos vacantes”, las heridas abiertas y los pechos rezumando. Por el otro, el anhelo de un viaje en el tiempo que ya solo puede hacerse desde el espacio. Aquí, el paisaje (uno de sus personajes preferidos, como ya estudió en “Pararrayos. Paisajes, lecturas, memorias”, 2016) es otro protagonista. Escapar de la pampa para buscar cobijo y cuidados en los volcanes ecuatorianos. En la protagonista, el fuego sigue ahí, a la espera de que el horror amaine para empezar a hervir.

Daniela llega finalmente, claro, sonriente y agotada, con la voz a punto de desaparecer. Casi sin descanso se sienta frente al auditorio, mermado por las cuñadescas fechas de comidas de empresa. Su editora, genuinamente enamorada de Alcívar, lamenta no poder compartir con más Murcia este momento, el de una de las grandes escritoras de la literatura en español del momento. A Daniela, genuinamente, parece no importarle la cantidad, sino los pares de ojos que la miran, también, los del perrazo de primera fila, al que dedica sin complejos los halagos más cariñosos. Ha llegado y se entrega a nosotros, de nuevo, cuando le repito las cuestiones que le acaban de preguntar hace un rato. Imaginad el golpe: una y otra vez, disculpa, recuerda para nosotros el momento exacto en el que te dijeron, ya no está, ya no existe. El cansancio y la fiebre hacen mella y se le escapan las lágrimas mientras trata de relatar que el proceso de duelo sigue su propio camino. Desde el público, la otra persona que siempre la acompaña, también tiene los ojos cansados aunque no sean para él las preguntas. Yo, con ese desconocimiento vergonzoso que se nos ha dado en las sociedades avanzadas para lidiar con el dolor de los demás, entro en pánico y le toco tímidamente la rodilla en señal de consuelo. Pero nada es artificioso: como mucho, la intimidad es mayor, el sentimiento supremo, y la fascinación por la autora, que bebe agua, traga saliva y vuelve en sí, férrea como el Reventador, total.

“Siberia” es un manual de supervivencia, le digo. La felicidad y la tristeza caminan de la mano con la prosa de Alcívar, ritual, preciosa, honesta. Necesaria: “qué es esto de vivir sin narrativa”, se lamenta la protagonista cuando parece que ya no queda nada. Daniela dice que ella no termina de ver ese fin aleccionador: su doble ve la luz, literalmente, una mañana en la cama, cuando parecía que nunca saldría del agujero. A ella le ha servido así, pero ¿quién conoce del duelo ajeno?

“Siberia” marca porque en el momento más amargo, deja entender que la tristeza también puede ser parte nuestra. También que puede que no sea eterna, o al menos, que también sabremos vivir junto a ella: “Es cierto que en la alegría está siempre germinando algo destinado a destruirla. También es cierto que en la desgracia más cerrada está latiendo el empeño loco de la vida, esa marea arbitraria, esa fuerza indiferente que va arrasando y sacudiendo todo a su paso”, se lee en la novela. Que las montañas nos sigan escoltando hasta lograrlo.

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