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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

La risa nos hace libres

La risa nos hace libres

Isaac Rosa

-¿Por qué las mujeres deberían tener la cabeza plana? ¡Para apoyar el cubata mientras te la chup…!

Yo creo que ahí empezó a torcerse la tarde. Miré a mi mujer, que me devolvió una mirada desconcertada. Seguía riéndose, igual que yo, como los miles de espectadores de la plaza, y eso volvía más chocante su expresión: los ojos muy abiertos y las cejas levantadas en asombro, pero la boca congelada en una carcajada rota.

Alrededor la gente seguía riendo, en algunos reconocí la misma mueca turbada de mi mujer, aunque todavía eran mayoría los que achicaban los ojos al reírse con ganas. Dos filas más abajo vi una familia con niños pequeños intentando salir cuanto antes, mientras el del micrófono seguía a lo suyo:

-¿En qué se parecen una mujer y un cepillo de dientes? En que cuanto más te las cepillas, más se abren las cerdas.

Risas en la plaza.

-¿En qué se parecen una mujer y una pelota de frontón? En que cuanto más fuerte le pegas, antes vuelve.

Y más risas. También yo, me reí con fuerza, e incluso oí la risa bajita de mi mujer, que seguía ojiplática y con su sonrisa de granito. A mí no me escandalizaban esos chistes, habituales en el grupo de whatsapp de los amigos del pádel. Tampoco es que me hicieran gracia, no al menos en aquel momento, porque ya veía venir lo que acabó pasando. Pero todavía me reía, como si no pudiera bajarme de la carcajada que todos compartíamos desde el principio del festival. Como si nadie se atreviese a ser el primero en dejar de reír, el primero en ofenderse. El ofendidito.

Hasta ese momento la tarde había sido un éxito. No solo la tarde: los días previos, las dos semanas desde que el portavoz de nuestro partido anunció la convocatoria del “Primer Festival de Humor contra la Corrección Política”.

La noticia consiguió lo esperable: el rechazo inmediato de otros partidos, que otra vez nos acusaron de fachas, fascistas, ultraderechistas y demás etcéteras que nos resbalaban. También, por supuesto, recibió burlas en las redes sociales, y muchos memes, pero eso entraba dentro de lo esperado, y hasta era buscado, porque las encuestas demostraban que la estrategia funcionaba: en el último año, desde la irrupción en las elecciones andaluzas, no habíamos dejado de subir, cabalgando a lomos de todos los temas incómodos, que nos garantizaban protagonismo informativo y la hostilidad de nuestros adversarios. Como dice nuestro líder, lo que no nos mata nos hace más fuertes. Y cada día somos más fuertes.

El anuncio del festival consiguió otra vez el objetivo buscado: ganar la agenda durante dos semanas. No se habló de otra cosa en radios, televisiones, tertulias, redes, bares y dormitorios, desde el momento en que nuestro portavoz presentó la convocatoria:

-Con este festival queremos dar un paso más en la derrota de la dictadura de la corrección política. No puede ser que los progres y el supremacismo feminista censuren también nuestros chistes y dicten de qué podemos reírnos. Reivindicamos el derecho de los españoles a reírse con toda libertad.

Y tras asegurar que no querían ofender a nadie, presentó los carteles con los lemas del festival: “¡Atrévete a ser incorrecto!” “¡Ríete de la censura!”, “¡Acabemos con la dictadura de la corrección política!”, “¡La risa nos hace libres!”

-Esta es una convocatoria abierta –remató-. Invitamos a humoristas, aficionados y ciudadanos en general. Vamos a hacer a España grande otra vez, también en su humor: vamos a recuperar la edad de oro del humor español, que ha sucumbido a la presión de feminazis, buenistas y lobby gay.

Para dar ejemplo, en los días siguientes nuestros dirigentes aprovecharon cada intervención pública para contar chistes incorrectos. De mariquitas, de mujeres, de gitanos. Chistes viejísimos, de los que todos nos hemos reído siempre pero últimamente en la intimidad, no fuese que nos aplicasen la ley de violencia de género o nos acusasen de racistas.

En esos días previos al festival nuestros concejales, diputados y dirigentes, a poco que veían un micrófono, soltaban un chiste. Eran chistes suaves, casi infantiles, pero había que ir poco a poco. Soltaban la broma y, ante la mirada espantada del periodista, aclaraban: “Es solo un chiste, es humor”.

Así lograron abrir el debate en los medios y en la calle: durante dos semanas todo el mundo discutió de corrección política. Poco a poco la gente perdía el miedo y era más fácil oír en público chistes que hasta días antes eran clandestinos.

En esas dos semanas conseguimos además otro éxito, más previsible aún: dividir a la izquierda. Si con nuestras campañas contra las denuncias falsas o la invasión de inmigrantes ya les habíamos abierto grietas, el tema de la corrección política cayó entre ellos como una bomba. Más divertido que los chistes era ver cómo los lumbreras progres se peleaban entre ellos: estos acusaban a aquellos de haberse vuelto unos fundamentalistas de las políticas identitarias y la corrección política; aquellos reprochaban a estos que encubriesen con su discurso de clase lo machistas y racistas que en el fondo seguían siendo; y estos contraatacaban acusando a aquellos de dejar la bandera de la libertad de expresión en manos de los fascistas. Y nosotros, desde la barrera, nos divertíamos con sus trifulcas. Una vez más, misión cumplida.

Así llegamos al día del festival, con el ambiente bien precalentado. Al llegar a Vistalegre, mi mujer y yo nos sorprendimos por las unidades móviles de televisión y radio a la puerta, y la cola que daba dos vueltas a la plaza. Miles de militantes y simpatizantes, pero también curiosos y gente que simplemente tenía ganas de sacudirse el bozal de la corrección y reírse a gusto.

Cogimos un buen sitio, a mitad de la grada lateral, y nos dispusimos a pasar una buena tarde de humor. Mientras esperábamos que comenzase, entre el público ya circulaban chistes de todo tipo. Sobre hombres y mujeres, esos que ahora llaman machistas, pero también de mariquitas, negros, catalanes y gitanos. Corría un aire fresco, alegre, de libertad, y cuando se apagaron las luces ya llevábamos un rato riéndonos, predispuestos para seguir divirtiéndonos.

El primero en actuar fue nuestro líder, que se plantó de un salto en el escenario. He dicho “actuar” y no “intervenir”, y digo bien: fue una actuación, y menuda actuación, de premio. Mira que el muchacho es soso y siempre parece enfadado, pues esa tarde era otro. Se movía con gracia, incluso comenzó imitando unos pasos de Chiquito de la Calzada que arrancaron la primera carcajada.

-Aquí hemos venido a reírnos juntos, a reírnos con libertad –gritó, y la plaza se venía abajo.

En vez del típico discurso, el jefe nos largó un monólogo en plan club de la comedia, que se ve que traía muy ensayado. Soltó un par de chistes más subidos de tono que los que le habíamos oído en entrevistas: uno de mujeres en la cocina, y otro de un mariquita de safari que se encuentra un gorila. Había que oírle poniendo voz de sarasa: “ay, sí, horrible, ni me llama, ni me escribe…”. A mi mujer y a mí se nos saltaron las primeras lágrimas.

Luego el tío, ya lanzado, se puso a reírse de él, para demostrar que el humor empieza con uno mismo. Hizo bromas sobre sus cabalgadas, sus fotos épicas (“mi mirada azul acero”, dijo, y se quedó mirando al infinito con la barbilla levantada mientras la plaza atronaba). Dio las gracias a los progres y podemitas por darnos tantos votos, y acabó enviando un saludo a los “ofendiditos” que se manifestaban a la puerta.

A partir de ahí, el festival fue un no parar de reír. Por el escenario pasaron varios humoristas no muy famosos, pero que en los últimos meses habían confesado sus simpatías por nuestro partido, y que encadenaron chistes clásicos.

-¿Cuál es la última botella que abre una mujer en una fiesta? –y todos en la plaza gritamos: ¡la del mistol!

-Doctor, doctor, en mi familia somos todos mariquitas: mi padre, mi hermano, mi tío, mi abuelo… Pero oiga, ¿es que en su familia a nadie le gustan las mujeres? Sí, doctor, a mi madre y mi hermana.

Al principio eran así, chistes de patio de colegio, pero los contaban y reíamos con alivio, liberados. Por allí pasó el maestro Arévalo con su repertorio de inválidos, mariquitas y gangosos; también un torero que dijo una burrada sobre los animalistas que no tenía gracia pero nos reímos igualmente; y un escritor famoso que no me acuerdo cómo se llama y que hizo un chiste de pedófilos, un poco bestia para mi gusto, pero reímos porque sí.

Durante la primera hora subieron aficionados que querían su minuto de gloria, cargos del partido con no mucha gracia, y hasta un par de humoristas progres que venían de un programa de la tele para ponernos a prueba. Uno contó un chiste sobre Carrero Blanco, muy malo pero se lo reímos para fastidiarle; y el otro sacó una bandera de España y se sonó los mocos, lo que provocó unos segundos de tensión, abucheos, gente que intentó trepar al escenario a por él, hasta que los dirigentes de la primera fila empezaron a reír muy fuerte, y todos recibimos el mensaje y nos carcajeamos con fuerza para que los dos imbéciles se fueran por donde vinieron.

Todo iba bien, aunque los chistes iban escalando poco a poco, cada vez más brutos. No dejaban de tener su gracia, y todos reíamos con la misma contundencia, pero reconozco que empezábamos a estar un poco incómodos.

-Hola, quería un bote de crema para el culito de mi bebé. ¿Se la envuelvo? No, que me lo voy a tirar aquí mismo.

-¿Cada cuánto saca la basura una negra? ¡Cada nueve meses!

-Capitán, capitán, en el barco hay un maricón. ¿Y cómo lo sabes? Porque se la he chupado y le sabía a mierda.

Lo de menos era el tono soez, lo preocupante era el catálogo de temas, que ya no solo incluían gays, mujeres, negros, gitanos, catalanes o inválidos. Con mi mujer ya incapaz de relajar su mirada perpleja, fueron desfilando tipos que bromeaban sobre niñas asesinadas, niños inmigrantes ahogados o mujeres maltratadas, que estas últimas parecían ser las favoritas de los siguientes chistosos.

-Esto no tiene ni puta gracia –susurró mi mujer cuando salió un tipo con una muñeca hinchable con delantal, a la que machacaba mientras contaba chistes de mujeres golpeadas, pisoteadas, asesinadas.

-Aguanta un poco, que ya pronto se acaba –dije yo, inaudible entre el fondo de risas, mientras el escenario lo ocupaba un legionario con un puñado de chistes sobre víctimas del franquismo, a cual más bestia.

-Yo me largo –dijo ella, con las primeras lágrimas que ya no eran de risa, pero con la boca todavía arqueada hacia arriba, como si le hubiese dado un aire y se fuese a quedar así para siempre.

Miré alrededor, allí no se movía nadie. La gente seguía riendo, seguíamos riendo, como si nadie se atreviese a ser el primero en parar, arrastrados por la risa colectiva, o temerosos de que nos considerasen unos ofendiditos más.

Lo del tipo disfrazado de Hitler haciendo bromas de judíos gaseados ya me pareció demasiado, no porque no tuviera maldita la gracia, sino porque empecé a pensar en las consecuencias de todo aquello, los vídeos viralizados, qué imagen íbamos a dar. Reí el chiste de los quinientos judíos metidos en un coche, no porque me hiciese gracia, que ya lo conocía, sino porque crucé la mirada un momento con mi vecino de asiento y de pronto parecía que competíamos a ver quién reía más fuerte, quién se rendía antes, quién de los dos era más incorrecto.

Miré hacia la primera fila y noté nerviosismo. Nuestros líderes seguían riendo, también ellos disputando el trofeo de la incorrección política, pero entre actuación y actuación cuchicheaban o consultaban sus teléfonos. Por lo que luego supe, discutían qué estaba pasando en el escenario: dudaban de si aquellos cafres eran podemitas infiltrados para reventar el festival y hacernos pasar por psicópatas, o si realmente eran de los nuestros y se habían tomado demasiado en serio la convocatoria, o peor aún: de verdad encontraban gracioso todo aquel disparate.

La coartada para poner fin al festival la puso un imbécil, no llegamos a saber si era un saboteador o un simple cretino: disfrazado de etarra, con capucha y una de esas boinas vascas, disparó presuntos chistes sobre aquel secuestro tan famoso de hace años. No sé si se había dado cuenta de que el secuestrado estaba justo sentado en la primera fila, o a lo mejor sí lo sabía, lo que reforzaría la posibilidad de que fuese un saboteador o un cretino. Y sin embargo todos reíamos, sin freno.

Al quinto chiste sobre zulos, los servicios de orden irrumpieron y lo sacaron a empujones, mientras el presentador del festival nos despedía con pocas palabras, y todos buscamos la calle con alivio.

En el apretujado metro todavía nos íbamos riendo, sin saber ya de qué. Pero al menos compartíamos una tranquilidad, la que expresé a mi mujer: no hay de qué preocuparse, todo lo que harán nuestros adversarios será burlarse de nosotros, hacer memes, llamarnos fascistas, escribir cuentos sin gracia, así que vamos bien.

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