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Sexo, drogas y religión: la secta hindú que colonizó un pueblo estadounidense

Bhagwan Rajneesh, gurú del movimiento Osho

José Antonio Luna

1981, Oregón. Antelope, un pequeño pueblo situado en mitad de la nada con unos 50 habitantes, una oficina de correos, una escuela y una iglesia, se preparaba para recibir a miles de personas que romperían aquel clima “apacible” con el que su alcalde, John Silvertooth, describía el lugar. “Ya vienen, y eso causará un gran problema”, le indicaron. Las advertencias se quedaron cortas.

Bhagwan Rajneesh, más tarde conocido como Osho, llegaba al lugar en un Rolls Royce blindado ante la atónita mirada de los pueblerinos que allí vivían. Junto a él, cientos de personas con túnicas naranjas que se comportaban de un modo extraño y veneraban su figura, como si de un mismísimo dios se tratara.

De hecho, es lo que era considerado: un líder sobrenatural en busca de “un nuevo hombre” que no es cristiano ni mahometano, sino alguien capaz de “vivir en armonía con el resto, sin nacionalidad, con espiritualidad y alejado del materialismo”. Era el comienzo de una religión new age, el movimiento Osho.

Con documentales como Making a murderer o Going Clear: Scientology and the Prison of Belief pudimos comprobar que el terror y el miedo no solo son propios de la ciencia ficción. En ocasiones, lo más sorprendente e ilógico se encuentra en casos que aunque no lo parezca existieron de verdad. Con Wild Wild Country Netflix repite la jugada.

En solo seis episodios, de aproximadamente una hora cada uno, vemos cómo una historia de culto al líder termina convirtiéndose en un relato oscuro de engaños, atentados e intentos de asesinato. Fue el inicio de una ciudad utópica, una que miles de fieles apodados como sannyasin construyeron obedeciendo las órdenes de su profeta.

“No sabíamos que estábamos ante el caso más intoxicante de Estados Unidos, donde más escuchas se realizarían y ante el mayor fraude de inmigración”, confiesa un miembro del FBI en el reportaje. Antelope pasó a ser la comunidad Rajnishpuram, un enclave internacional meca del hinduismo y las psicoterapias, de la meditación y de la espiritualidad, pero, sobre todo, del fanatismo.

“Me han acusado de una lista interminable de crímenes atroces, pero no han matado mi espíritu”, afirma con rotundidad Ma Anand Sheela, secretaria del maestro espiritual Osho y cabeza pensante de la organización religiosa. Fue responsable de organizar el colectivo como si de una gran multinacional se tratase, con capacidad para la autogestión y promoción de un movimiento que atrajo a personas de todo el mundo sin distinción de raza ni clase.

De fenómeno local al reconocimiento mundial

Bhagwan Rajneesh fue un gurú hindú crítico con Gandhi y las religiones ortodoxas por considerarlas represivas y materialistas. El “sabio” propone algo nuevo, una religión que se adapta a la vida del individuo sin afectar a su ámbito privado, que “no reprime el sexo como ha hecho las tradiciones”, sino que lo transforma en algo “más libre”. Precisamente por ello, se ganó el apodo de “el gurú del sexo”.

A partir de 1962 empezó a dirigir campos de meditación que, poco a poco, fueron ganando más adeptos. Aquella promesa revitalizadora y exótica se convirtió no solo en una atracción turística, sino en el germen de toda una nueva civilización regida por sus propias reglas y valores.

Ejemplo de ello es Jane Stork, una fiel creyente que también aparece en Wild Wild Country. Esta australiana decidió buscar una solución a sus problemas matrimoniales acudiendo a “un psicólogo” poco convencional. La solución a sus males, según este, pasaba por lo que definía como meditación dinámica. Es decir, un extraño baile seguido de saltos y gritos similares al minuto de odio visto descrito por Orwell en 1984. Después del caos, la “liberación”. Stork, sin ser demasiado consciente de ello, acabó metiéndose en una secta.

“Es una conexión que va más allá de la familia, es el amor”, indica en el documental quien poco después se convertiría en abogado de la Fundación Internacional Rajneesh. Al igual que Stork, decidió ir a Bombay para ponerse en manos de la deidad y abandonar aquella “vida tradicional y mundana” de la que ya estaba cansado.

Osho hablaba de espiritualidad, capitalismo y sexualidad, era todo un revolucionario que como las mejores estrellas de rock conseguía llenar estadios con 30.000 personas. Pero para él, no eran suficientes. Por ello, un día decidió abandonar la India para expandir su nueva comunidad en un lugar apropiado: Estados Unidos. ¿La responsable de hacerlo? Anand Sheela. Después de valorar distintas localizaciones, decidieron que “el país de la libertad y las oportunidades” era el adecuado porque su Constitución recoge el derecho a practicar una religión.

Lo primero era disponer de una superficie lo bastante enorme como para crear una nueva ciudad, y las 32.000 hectáreas del rancho Big Muddy, situado en Antelope (Oregón), parecían más que suficientes como punto de partida. No importaba que estuviera lleno de colinas ni el terreno escarpado y rocoso. Todo el trabajo estaba ahora en manos de los sannyasin y de Osho, que se dirigió al lugar en un avión 747 con toda una planta reservada para él.

Orange is the new Osho

Orange is the new OshoNo queremos hacer spoilers de Wild Wild Country, pero adelantamos que la gran marea de adeptos naranjas no se contentó con dominar el rancho. Comenzaron a tener problemas con el pueblo y se hicieron con la cafetería, la oficina de correos o incluso con su propio cuerpo de seguridad.

De hecho, las pretensiones fueron incluso más allá y en 1984 se presentaron a las elecciones del condado de Wasco. Desde luego, no de forma democrática: fueron responsables de un ataque bioterrorista que provocó la intoxicación de 751 personas. ¿La intención? Incapacitar a gran parte de los votantes para vencer en las urnas. No obstante, esta fue solo una de las muchas prácticas llevadas a cabo por una secta convertida en grupo terrorista.

El de Bhagwan Rajneesh es un claro caso de lo que Max Weber define como “carisma rutinizado”, conseguido a través de la burocraticación. Al igual que ha ocurrido en regímenes totalitarios como el nazismo, la burocracia se convierte en el instrumento perfecto para legitimar actos de dominación de un líder.

Los cuadros del gurú, su aspecto de sabio o incluso la propia indumentaria naranja son elementos de una gran maquinaria para construir una figura mitificada, frente a la que se actúa con fe ciega. Hasta tal punto que, como refleja Wild Wild Country, algo presentado como comunitario y trascendental acaba respondiendo a intereses privados sin importar quién se interponga por el camino.

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