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¿Qué democracia queremos?

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La reflexión cívica sobre qué clase de democracia queremos viene estando presente desde hace tiempo en las palabras y los pensamientos de muchas personas, desde antes, en todo caso, de la propuesta del presidente del Gobierno a través de su carta a la ciudadanía. Resulta innegable, no obstante, que ahora ha cobrado una mayor dimensión la respuesta que demos a la pregunta que encabeza estas líneas.

Nadie discute que en estos tiempos se ha ido extendiendo el uso de técnicas de manipulación sobre materias de impacto en las opiniones políticas por muchos países del mundo. Manipulación mediante la utilización de la justicia para desgastar al adversario político, como el caso de Lula da Silva en Brasil, António Costa en Portugal, o Mónica Oltra en España, como manipulación a través de medios de comunicación o de las redes sociales, como el  caso de  la campaña contra Hillary Clinton, o las injerencias rusas en las elecciones de varios países europeos. Que una y otra, instrumentación de la justicia y campañas de desinformación, constituyen hoy una seria amenaza para la calidad de nuestros sistemas democráticos, parece fuera de duda.

Los términos de la confrontación política han cambiado, dando paso a una guerra sin cuartel, en la que todo vale con tal de descalificar, deslegitimar y destruir al adversario

Fuera de duda para casi todo el mundo, salvo para los Trump, Bolsonaro y Putin, que son beneficiarios directos de esa estrategia de la polarización por la que el objetivo de la política es el poder a toda costa, incluso mediante la destrucción política y personal del adversario, convertido para ello en enemigo a batir. En otros tiempos, el pensamiento liberal-conservador defendía la necesidad de librar una guerra cultural con la izquierda, a la vista de cómo se había ido imponiendo en la mayoría de las sociedades libres la ideología de la redistribución y del papel del estado para regular la actividad económica, así como la necesidad de políticas públicas para facilitar el ejercicio de derechos fundamentales como la salud o la educación, que conformaban el cuerpo intelectual del pensamiento del socialismo democrático.

Hoy, los términos de la confrontación política han cambiado, dando paso a una guerra sin cuartel, en la que todo vale con tal de descalificar, deslegitimar y destruir al adversario. Poco importa que la política económica expansiva y el incremento de los derechos sociales y laborales esté produciendo en España los mayores niveles de empleo y de actividad desde la crisis de 2008, poco importa que nuestra economía sea la que más crece de la Unión Europea y la que se adelanta a los nuevos estándares europeos frente a la crisis climática y energética. Ante todo eso, la derecha prefiere centrarse en sembrar dudas sobre la legitimidad del presidente del Gobierno, en esparcir sombras sobre las actividades de su entorno familiar, y en anunciar, una vez más, la amenaza de la ruptura de la unidad de España y la destrucción del Estado de Derecho por la aprobación de la Ley de amnistía.

Gentes que ahora, una vez más, dibujan una raya, al otro lado de la cual estamos los aborregados, los iletrados, los españoles equivocados que nos dejamos manejar por el maligno Pedro Sánchez, a los que ellos pretenden salvar. Yo prefiero que no me salve nadie, prefiero simplemente la democracia

Se dice por los profetas del apocalipsis español que vivimos en una dictadura, que Sánchez amaga con llevarnos a una especie de democracia iliberal, que pretende establecer la censura y terminar con la libertad de expresión y con el pluralismo en la prensa, atentando contra la independencia del poder judicial y con la separación de poderes. Dejando a un lado el hecho muy notable de que quienes trazan ese sombrío panorama son quienes crearon en el corazón del Estado y con recursos públicos una policía patriótica para espiar y fabricar bulos con el fin de acabar con diferentes adversarios políticos - ¡toma democracia liberal! – y quienes con frecuencia persiguen y acosan – cuando no censuran simplemente – a quienes se expresan libremente en contra de sus creencias, lo cierto es que causa sonrojo que todas esas profecías no se convierten en realidad nunca, por mucho que sus profetas las anuncien con pasión digna de mejor causa. Vito Corleone también les auguraba un negro futuro a sus adversarios antes de que murieran a manos “anónimas”.

El resumen y colofón de toda esta estrategia de polarización y crispación de nuestra vida política es el menosprecio a la militancia, simpatizantes y votantes socialistas. Si no fuera tan tramposo, resultaría encantador ver a gentes que no han alzado su voz ante los desmanes de corte mafioso del gobierno de M. Rajoy, ni ante la confesión de Cosidó cuando confiaba “controlar la sala segunda del Supremo desde atrás”; gentes de orden que no se escandalizaron cuando miembros del poder judicial, cubiertos por la toga que les reconoce su estatus de intérpretes de la ley, se manifestaron contra un acuerdo entre dos fuerzas políticas que contenía la intención de aprobar una Ley de amnistía vulnerando la misma separación de poderes de la que se pretenden garantes últimos; gentes que ahora, una vez más, dibujan una raya, al otro lado de la cual estamos los aborregados, los iletrados, los españoles equivocados que nos dejamos manejar por el maligno Pedro Sánchez, a los que ellos pretenden salvar. Yo prefiero que no me salve nadie, prefiero simplemente la democracia.

La reflexión cívica sobre qué clase de democracia queremos viene estando presente desde hace tiempo en las palabras y los pensamientos de muchas personas, desde antes, en todo caso, de la propuesta del presidente del Gobierno a través de su carta a la ciudadanía. Resulta innegable, no obstante, que ahora ha cobrado una mayor dimensión la respuesta que demos a la pregunta que encabeza estas líneas.

Nadie discute que en estos tiempos se ha ido extendiendo el uso de técnicas de manipulación sobre materias de impacto en las opiniones políticas por muchos países del mundo. Manipulación mediante la utilización de la justicia para desgastar al adversario político, como el caso de Lula da Silva en Brasil, António Costa en Portugal, o Mónica Oltra en España, como manipulación a través de medios de comunicación o de las redes sociales, como el  caso de  la campaña contra Hillary Clinton, o las injerencias rusas en las elecciones de varios países europeos. Que una y otra, instrumentación de la justicia y campañas de desinformación, constituyen hoy una seria amenaza para la calidad de nuestros sistemas democráticos, parece fuera de duda.