Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

Warren Beatty, Madonna y yo

Pedro Almodóvar aplaudiendo en su balcón.

Pedro Almodóvar

74

El lunes por la noche, mientras se anunciaban las nuevas normas que endurecen la cuarentena actual empecé a sentir los primeros síntomas de claustrofobia. Tarde han aparecido, yo tengo desde hace tiempo claustrofobia y agorafobia, ya sé que son dos patologías opuestas pero mi organismo es paradójico, esa es una de sus características, siempre lo ha sido.

Esa noche ya sabía que iba a intentar salir al día siguiente, me sentía como el que va a cometer un delito y lo hace con alevosía. Como quien va a entregarse a un placer prohibido y no puede hacer nada para evitarlo. Sueno a literatura barata, y lo es, culpa de los efectos del confinamiento.

Lo planeé mínimamente, iría a comprar comida, una compra real y una necesidad real porque estoy solo. Así que esa mañana de martes me vestí para salir y sentí que estaba haciendo algo excepcional: ¡Vestirme! Llevo 17 días sin hacerlo y vestirme lo he vivido como algo íntimo y muy especial. Y me vinieron a la memoria varias ocasiones en las que también me vestí, momentos muy importantes para mí y que se me han quedado grabados, ahora me doy cuenta. Recordé, por ejemplo, cuando en 1980, en la calle Lope de Rueda, me vestía para acudir al estreno de Pepi, Luci, Bom en el cine Peñalver de la calle Conde de Peñalver. Aunque era un cine de reestreno para mí era como si estrenara en el Kodak Theatre de Los Angeles. Era la primera vez que veía con público una película mía, la primera vez que en un cine real y de circuito comercial, con sus butacas llenas de gente, los espectadores contemplaban imágenes creadas por mí, con mis amigos, durante el año y medio que duró el rodaje. Y los que no se salían de la sala se reían muchísimo. Recuerdo que me puse una cazadora de satén rojo que me había comprado en Portobello, en Londres.

No siempre uno se viste como parte de un plan, o al menos no siempre se acuerda. Yo recuerdo cuando dos años después del estreno de Pepi, todavía en plena Movida, me vestí a conciencia con un traje gris de cuello Mao para ir a un bar de Malasaña que llevaba un chico en el que me había fijado. Nunca he sido de cuellos Mao, soy más de cuello Perkins, que enmascara la papada. Recuerdo el traje con cuello Mao porque el chico en cuestión se instaló en mi vida dos o tres años. Y la marcó.

También recuerdo el smoking de shantung de seda morada del modista Antonio Alvarado y los botines de tachuelas, como los que hace ahora Loboutin, con los que me presenté a la primera ceremonia de los Oscars de mi vida, en 1989. No ganamos, mi relación con Carmen Maura saltó por los aires hecha pedazos, pero aquella visita a Los Ángeles la recuerdo plagada de acontecimientos maravillosos. Cuatro o cinco días antes de la ceremonia habíamos cenado en casa de Jane Fonda, que estaba obsesionada con hacer el remake de Mujeres. Invitó a muy poca gente, Anjelica Huston y Jack Nicholson, su pareja, que le comentó a Bibi que la había visto esa misma tarde en un partido de los Lakers. Cher, maquillada de no ir maquillada y monísima, más mona y más bajita de como yo la imaginaba. Y Morgan Fairchild. ¡Sí! (Yo pensaba que la invitada siguiente sería alguien como Susan Sontag) y me sorprendí muchísimo, para bien, porque pensé que Morgan Fairchild jugaba en una liga inferior a las otras (aunque haber hecho las series Flamingo Road y Falcon Crest eran palabras mayores). Jane Fonda debió darse cuenta de mi sorpresa porque después me comentó que ella solía ir a las manifestaciones con Morgan Fairchild, que era tan feminista o más que ella misma.

Nos pasamos la velada alucinando con este poderío de invitadas y con Jack. Nos hicimos muchas fotos con ellos y con los cuadros que colgaban de las paredes y cuyo autor era el padre de Jane, Henry Fonda.

Al día siguiente de la ceremonia, por la mañana, me llama al hotel una voz femenina. Me dice, como si no fuera consciente de su impacto, pero segura de que su voz me iba a impactar, “Hola, soy Madonna, estoy rodando Dick Tracy y me encantaría enseñarte el set, hoy no ruedo y puedo dedicarte el día”.

Podía tratarse de una falsa Madonna, o una sicópata que pensaba descuartizarme en uno de esos descampados que tan bien describe James Ellroy en sus novelas (si leéis La dalia negra sabréis a lo que me refiero, a su madre la descuartizaron en uno de esos descampados). También podéis ver la película que rodó mi adorado Brian de Palma sobre el libro con Scarlett Johanson y Hilary Swank, pero la verdad es que no le salió muy bien. Para la cuarentena no está mal, pero antes os recomendaría muchas otras, del propio De Palma: Sisters, El fantasma del Paraíso, Atrapado por su pasado, Doble cuerpo –con una Melanie Griffith en la cima de su carrera y delgada como un junco- y sobre todo El precio del poder con Pacino. Pasad de La dalia negra y haceros un ciclo con todas estas películas, me lo agradeceréis. Todas joyas, súper accesibles y súper amenas, al final os haré una lista de recomendaciones. Volviendo a la llamada de Madonna, también podía tratarse de alguien que me estaba gastando una broma, pero mi autoestima, a pesar del no Oscar, estaba lo suficientemente alta como para no dudar de la autenticidad de la llamada. La voz de Madonna me dio la dirección del estudio donde rodaban, y allí me presenté, contento como unas castañuelas.

La verdad es que todo el equipo, desde el propio Warren Beatty hasta Storaro no pudieron estar más amables conmigo. Me trataban como si fuera George Cukor. Beatty me obligó a sentarme en la butaca que ponía su nombre, en el lugar del director, para que viera el rodaje de la secuencia que estaban rodando. Yo estaba a punto de confesarle que de niño descubrí mi sexualidad cuando le vi en Esplendor en la hierba (no existió el albañil de Dolor y Gloria), pero me contuve, claro. Estaban rodando una secuencia en la que Al Pacino irreconocible parloteaba sin parar. Por esa interpretación obtuvo una nominación al Oscar al año siguiente, y la película obtuvo tres estatuillas.

Con Madonna recorrí todos los decorados y conocí a alguien a la que admiraba muchísimo, Milena Canonero, la diseñadora de vestuario que ya entonces había ganado tres Oscars (por Dick Tracy estaría nominada al año siguiente) por Carros de fuego, Barry Lindon y Cotton Club. Recomendables las tres películas para sobrellevar la cuarentena. Mi favorita es Barry Lindon de Kubrick. Milena Canonero ganaría todavía un cuarto Oscar, no recuerdo ahora por qué película. Visitar el taller donde Canonero trabajaba fue probablemente lo que más me impresionó de la visita, hubiera sido la única razón por la que me hubiera gustado trabajar en Hollywood: la obsesión por los detalles.

Una de las características de Dick Tracy, el personaje del cómic, es su sombrero amarillo. Milena estaba obsesionada por conseguir ese amarillo que uno veía en el dibujo del cómic. Me mostró unos doscientos sombreros en los que la única diferencia era un sutil cambio del color. Me identifiqué totalmente con esa obsesión detallista. En mi medida yo hago lo mismo cuando ruedo, no sé trabajar de otro modo (pero sí sé trabajar con mucho menos dinero).

Si Madonna te llama y se vuelca como lo hizo al día siguiente de no haber ganado un Oscar, eso significa que la material girl siente un enorme interés por tu persona. No tardamos en volver a vernos al año siguiente en ocasión de su Blonde Ambition Tour.

Salí con ella los días que pasó en Madrid, le organicé una gran fiesta flamenca con La Polaca, y su marido, El Polaco, en el hotel Palace, vinieron Loles, Bibi, Rossy, pero ella ya me había dejado claro que además de mí mismo solo había un invitado al que le interesaba conocer, Antonio Banderas. Le prometí que allí estaría Antonio, y no le dije que no podría llevarlo sin su esposa del momento, Ana Leza, fan fatal de la cantante.

Ella, Madonna, decidió cómo debíamos sentarnos (había varias mesas redondas para mis amigos y sus bailarines). Naturalmente, ella se sentó en la mesa principal, conmigo a su derecha y Antonio a su izquierda. Y a Ana Leza la mandó a la mesa más apartada de aquel gran salón.

Además de a nosotros dos, y un poco a La Polaca que estuvo divina, Madonna no le prestó atención a nadie más. Un miembro de su equipo llevaba una cámara buenísima para grabarlo todo, “por tener un recuerdo” me dijo Madonna. A mí me extrañó que junto al cámara hubiera otro chico que tomaba la claqueta, una claqueta electrónica que yo era la primera vez que la veía. Me extrañó, pero un buen anfitrión no pregunta depende de qué cosas. Y yo tenía que traducir a Madonna algunas cuestiones que le interesaban sobremanera respecto a Antonio. En ese momento de su carrera Antonio estaba a punto de despegar como un cohete, ya se había estrenado ¡Átame! en Estados Unidos y había enamorado a la crítica y a Hollywood (y a Madonna) pero esa noche de 1990 no sabía una sola palabra de inglés. Cuento esto porque un año después veo que se estrena una película, En la cama con Madonna, y que gran parte de la película está grabada en mi fiesta del Palace, el acoso a Antonio es una de las tramas importantes y naturalmente también montó cómo liquidó con una sola frase a Ana Leza. Al final de la cena Ana se atrevió a acercarse a nuestra mesa y le dijo con retintín a la rubia divina “veo que te gusta mi marido, no me extraña, les gusta a todas pero no me importa porque yo soy muy moderna”. A lo que Madonna le respondió: “Get lost”. (Si eres tan moderna, piérdete.)

Todo esto puede parecer frívolo y lo es, más propio de una crónica de Patty Diphusa que de una crónica del aislamiento en que vivimos. Pero la memoria es así de absurda a la hora de seleccionar recuerdos. No me importa que parezca un ajuste de cuentas, si llega a ser al revés (yo rodando a Madonna y su grupo y haciendo una película con todo ese material que después estrenaría en todo el mundo) me habría caído un palo (demanda) del que todavía no me habría recuperado. Madonna nos trató como a pardillos y algún día tenía que decirlo, ni nos pidió permiso para utilizar nuestra imagen y además a mí me dobló, porque mi inglés no debía ser tan bueno.

A lo que iba, en un momento de la cena Madonna me dijo “pregúntale a Antonio si le gusta pegar a las mujeres” (juro que fue así). Se lo traduzco. Antonio no dice nada, balbucea, y pone cara de “yo soy un caballero español y por una mujer hago lo que tenga que hacer”. Para mí era un silencio y un gesto elocuente, pero Madonna quería más. Pregúntale, vuelve a decirme, si le gusta que las mujeres le peguen. Se lo traduzco, “to hit” y “women” eran dos palabras que yo ya conocía en el año 90. Antonio puso la misma expresión, lo cual no era ni sí ni no, sino que un caballero español estaba al servicio de los deseos de las damas.

Lo cuento primeramente porque fue real, y lo más divertido de la noche, pero ella no tuvo a bien montarlo. Y ha tenido que ocurrir esta pandemia para que el mundo sepa cómo fue realmente aquella cena.

El día 11 del pasado enero yo tenía doblete en Los Angeles. Debía asistir a dos ceremonias casi simultáneas donde premiaban a Dolor y Gloria como Mejor Película Extranjera. Me puse un traje de Givenchy negro, con jersey de cuello Perkins del mismo color debajo.

La primera ceremonia la organizaba la asociación AARP, que hace lobby por los derechos de las personas de más de 50 años. En España no existe esta cultura de grupos de presión para que el gobierno apruebe medidas favorables a ciertos colectivos.

La AARP tiene sus propios y prestigiosos premios y la ceremonia es tan importante que se televisa. Los premios se llaman GROWNUPS MOVIES AWARDS. No sé cómo traducirlo, algo así como Premios para Películas Adultas. Y destacan lo mejor del año en cine, digamos, no infantil ni infantiloide. Premiaron a Annette Benning por toda su carrera, a El irlandés como Mejor Película, a Scorsese como Mejor Director, Renée Zellweger por Judy y a Adam Sandler por Diamantes en bruto. A Sandler le tuve en mi misma mesa y fue tan elegante que no me dijo lo molesto que estaba por la nominación a Antonio en los Oscars, porque se supone que esa nominación era o para él, maravilloso en Diamantes en bruto, o para Robert de Niro, pero la Academia de Hollywood prefirió a Antonio.

También premiaron a Noah Baumbach por su estupendo guion de Marriage Story. (Me hice íntimo de Noah y de su mujer Greta Gerwig y quedamos en vernos cada vez que vaya a Nueva York). Y a Dolor y Gloria como Mejor Película Extranjera.

Antes de que entregaran los premios vino a saludarme a mi mesa Annette Benning, radiante, junto a su marido Warren Beatty, también radiante a sus 83 años. Nos felicitamos mutuamente y Annette me dijo que había pedido los derechos de Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin y le habían dicho que ya los tenía yo. Hablamos del libro -también lo recomiendo vivamente para esta cuarentena, el tiempo se estanca cuando uno lee los relatos de Lucia Berlin- y yo le dije que ella desde luego sería una opción ideal para cuando el personaje es mayor. Podía decirlo porque todos los premiados ya habíamos cumplido los 50. Fui el primer galardonado porque los organizadores sabían que tenía otro bolo después, la entrega de los Premios de los Críticos de Los Ángeles que, aunque eran menos formales, ya estaban emborrachándose en el cóctel previo a la entrega.

En mi agradecimiento del premio mencioné a Warren, no le dije lo del despertar de mi sexualidad de milagro. Pero sí mencioné muy contento que por fin le tenía en una película mía (recordad las imágenes de Natalie Wood y Beatty en el monólogo de Asier Etxeandia).

Con el mismo traje y los mismos deseos de agradar y ser agradado me planté en el Hotel Intercontinental, donde los críticos celebraban sus prestigiosísimos premios y daban una lección de lo que debería haber ocurrido este año. Mejor Película para Parásitos; Mejor Actor, Antonio Banderas y Mejor Película Internacional, Dolor y Gloria.

Pero a lo que iba. Salí por primera vez a la calle después de 17 días de confinamiento absoluto. No quería perderme la sensación que experimenté, y la razón era real, comprar comida en una especie de ultramarinos que hay en el barrio. La sensación era rara, pero de una enorme paz, un silencio y un vacío muy gratos. No estaba pensando en ese momento en los muertos y los infectados, me sentía ante una imagen inédita de Madrid y una situación igualmente insólita a la que todavía no sé cómo calificar. Prefiero no pensar en las víctimas (esto no es del todo cierto, trato de ayudar dentro de mis posibilidades). Todos conocemos las terribles cifras y yo he escrito esta especie de díptico justamente para olvidarme de ello, es una forma de huida hacia delante. Si me detengo ante la realidad creo que caeré fulminado. Y no quiero.

Pedro

Etiquetas
stats