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¿Por qué “fracasan” las izquierdas?

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias

María Eugenia R. Palop

Tras las elecciones catalanas del pasado diciembre, el triunfo electoral (que no político) de la confrontación, y el auge indubitado de las derechas nacionalistas (Ciudadanos y PDeCAT), se ha vuelto a abrir el sempiterno debate sobre el “fracaso” de las izquierdas. ¿Por qué hemos fracasado? ¿Por qué no movilizamos a las mayorías sociales? ¿Por qué nuestras bases sociales han votado a las derechas? ¿Se ha vengado de nosotros ese “cinturón choni” del que hablaba Jaime Palomera?

Cada vez que la izquierda “fracasa” surgen legiones de carroñeros que interpretan estos debates como un signo de debilidad endémica o de divisiones internas más o menos soterradas. Los excesos explicativos de la izquierda, son leídos entonces como excesos autojustificativos (excusatio non petita), y la loable rendición de cuentas, como puro exhibicionismo onanista, o como una forma de narcisismo patológico. Muchas veces, son los mismos pensadores de izquierda los que renuncian a la síntesis y al don de la oportunidad, confundiéndolos con la frivolidad y el oportunismo, y los que, incluso en la autocrítica, incurren demasiado a menudo en la autosatisfacción y la autorreferencialidad. De manera que, por unas razones o por otras, este psicoanálisis permanente no siempre resulta fructífero y no se traduce necesariamente ni en una mejor comprensión de lo que ha pasado, ni en mayores réditos electorales.

En estos días, sin embargo, he leído tres análisis que me han parecido buenos hallazgos, y creo que puede ser interesante detenerse en algunas de las cuestiones que apuntan.

En algunos de ellos, el “fracaso” de la izquierda se explica recurriendo a los argumentos que también se pusieron sobre la mesa a raíz del triunfo de Trump o sus prolegómenos. Yo misma escribí en este diario una tribuna sobre el asunto donde intentaba explicar porqué las izquierdas no conseguían cautivar a buena parte de la clase obrera. En la economía política de la inseguridad, decía entonces, la socialdemocracia ya no puede conjugar la eficiencia económica con los valores igualitarios propios de la izquierda, tal como, teóricamente, se pretende, y tiene que optar entre una sociedad cohesionada al 80% pero con un 20% condenado a la exclusión, o una sociedad con un paro por debajo del 10% pero con una gran brecha entre ricos y pobres. Asumiendo este dilema, y desde los ochenta, los socialdemócratas decidieron abandonar a la clase trabajadora buscando nichos electorales en otras identidades y alimentando formas desclasadas de cohesión social.

Me parece que el excelente artículo de Víctor Lenore, El año en que la derecha le dio una paliza a la izquierda en ensayo político, apela, en buena parte, a esta misma tesis, señalando que, en los momentos críticos, justo cuando su base social más la necesitaba, la izquierda se centró en los “oprimidos cool”, priorizando sus políticas de identidad frente a los conflictos de redistribución que sufrían las clases populares. El descontento de los ignorados, cuya presencia era solo discursiva, fue canalizado, finalmente, por un populismo de derechas que ha estabilizado la precariedad de los penúltimos a base de la exclusión de los últimos.

En una órbita argumentativa parecida, pero no idéntica, se ha situado también Esteban Hernández que acusa a la izquierda de haber sustituido el individualismo posesivo de corte neoliberal por la obsesión identitaria de colectivos excluyentes, renunciando a articular un proyecto común y parcelando los problemas, ya sean los de redistribución, ya sean los de reconocimiento. Y es que tan fragmentador puede ser apelar a la clase obrera, en esta particular sociedad del trabajo, como a la sororidad y la unidad de las mujeres.

Sin embargo, la cuestión dista de estar clara porque, como señala Miguel Álvarez, ni nuestras necesidades insatisfechas explican todas nuestras posiciones, ni nuestras identificaciones coinciden plena y rígidamente con tal o cual etiqueta. De hecho, muchas veces, si los diagnósticos varían o son (auto)percibidos de otra manera, las etiquetas cambian o no funcionan, de manera que hay que renunciar a una explicación monocausal del “fracaso” de la izquierda. La izquierda tiene que lidiar con una gran complejidad estructural, con el contexto en el que se da, y con las percepciones subjetivas, articulando continuamente demandas transversales e inconexas.

No hay duda de que, en alguna medida, todas estas pistas son certeras, sin embargo, a veces se corre el riesgo de dejar a las izquierdas arrinconadas en un eje social menguante, hiperventilando para llamar la atención de la poco autoconsciente “clase trabajadora”, y olvidando que apelar únicamente a los trabajadores, solo en su calidad de tales, puede ser hoy una entelequia de escasísimo recorrido.

Ser consciente de los límites materiales que acosan a las mayorías, no puede desligarse de los vínculos gracias a los cuales construimos nuestra comunidad y somos lo que somos. Lo que somos en concreto, aquí y ahora, y lo que, en concreto, queremos ser, porque no puede hablarse tampoco de un proyecto común en abstracto; todo proyecto común lo es de personas que se autodefinen a partir de sus condiciones materiales, de sus propias elecciones, y de un relato compartido. Tienen ojos, cara y atributos.

El elemento identitario (sea cual sea) que nos define, no se sitúa en un canal diferente al de nuestras necesidades y demandas sociales, de manera que no tenemos que elegir entre la identidad nacional y la “clase”, ni entre ser precarias o ser mujeres, porque, en la mayor parte de los casos, ambas luchas no son divergentes sino convergentes. Ser pobre nunca es ser solo eso, y se puede ser pobre por ser migrante, como se puede ser precaria por ser mujer.

No se puede desvincular la “clase” de todo lo demás porque, aunque es posible analizarlas por separado, las identidades, vivencialmente, no se puedan fragmentar. Nada de esto significa, por supuesto, que nuestras demandas sean inconexas o que estén desestructuradas, sino que la forma en que las armonizamos es mucho más compleja de lo que desearíamos los analistas.

A mi juicio, la izquierda fracasa cuando se obliga a elegir entre los conflictos de redistribución y los de reconocimiento, cuando elige entre los pobres y las mujeres. Porque una agenda social sin políticas identitarias, es una agenda para personas desempoderadas, que lo mismo pueden ser unas que otras; una agenda para clientes, no para ciudadanos. Y una política identitaria sin agenda social que se desentiende de la escasez radical que impide a muchas personas saber siquiera quiénes son, ser lo que son o lo que quieren ser, es una apuesta pija e indecente, que fragmenta a la sociedad y abandona a las mayorías. Una agenda social sin identidad es clientelismo, una política identitaria sin agenda social, puro clasismo.

Si no quieren fracasar, las izquierdas deberían resolver adecuada y conjuntamente los conflictos de redistribución y los de reconocimiento, y no tanto apelando a un nosotros simplificado y abstracto, sino poniendo en valor el tejido, los vínculos y las relaciones que hay entre unos nosotros y otros.

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