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Cataluña no será independiente, pero España no es atractiva

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Mariola Urrea Corres

El desafío soberanista de Cataluña vuelve a tomar impulso tras unos meses de cierto letargo. No debería sorprendernos porque lo hace de acuerdo a los tiempos contemplados en el programa de gobierno de Carles Puigdemont, aunque también ayuda la estela de algunos pronunciamientos judiciales que se aprovechan desde el independentismo para alimentar la idea de frustración con el Estado. Parece claro, en todo caso, que se reanuda un escenario de confrontación en el que no parece que haya espacio para que, desde el gobierno, tomen impulso soluciones dialogadas. En este contexto, la preocupación debería ser máxima entre todos los que tienen responsabilidades de gobierno: unos porque no ignoran que la solución jurídica nunca resolverá por sí sola esta cuestión, otros porque saben que no se permitirán soluciones al margen de la ley y, unos y otros, porque son plenamente conscientes de que quizás Cataluña no sea nunca independiente, pero España no será por ello más atractiva. Veamos porqué.

Cataluña no será independiente. No lo será mediante un proceso diseñado sin respaldo legal. La aspiración de mejorar el autogobierno e incluso la ambición de ver convertida a Cataluña en un estado independiente es, desde un punto de vista político, una pretensión legítima que puede tomar forma, como así ha ocurrido, en un programa político de gobierno para el que se ha pedido la confianza de los ciudadanos durante sucesivos procesos electorales. Sin embargo, para que el proyecto en cuestión tenga alguna oportunidad de abandonar el ámbito de los deseos y convertirse en realidad, éste debe conducirse por los cauces legalmente establecidos y contar con unas mayorías bastante más amplias de las que hasta el momento ha concitado.

Las condiciones expuestas no sólo deben respetarse de forma cumulativa sino que, además, tienen que concurrir en el orden indicado. No basta, por tanto, con alcanzar unas mayorías determinadas en el Parlamento, ni resulta suficiente movilizar amplias capas de la sociedad dispuestas a manifestarse en torno a una idea cuya consecución se plantea sin respetar el marco legalmente establecido.

Habrá quien piense que las sociedades no pueden quedar atrapadas en normas que no se acomodan a sus pretensiones. Quienes así piensan tienen parte de razón. La perderán, empero, si pretenden subvertir ese marco jurídico vigente mediante un procedimiento distinto al previsto al efecto para su reforma. Ahí está, entre otras, la diferencia entre los métodos revolucionarios para lograr objetivos políticos y los métodos democráticos que garantizan su consecución mediante reformas. No parece necesario insistir mucho en que vulnerar las “reglas de juego” que vertebran el funcionamiento pactado de una sociedad democrática no sólo es una práctica contraria a derecho que difícilmente aceptarán las estructuras jurídicas del Estado.

Conviene no olvidar que también es la mejor estrategia para erosionar la legitimidad de nuestro marco institucional, dilapidar la confianza de los ciudadanos en las estructuras políticas y, lo más preocupante, es la fórmula más exitosa para fracturar el modelo de convivencia pacífica de una sociedad que, como es el caso de la catalana, está tensionada por un proceso cuyo rumbo se asienta en unas cartas de navegación con información errónea.

España ya no es atractiva. No lo es y no sólo para Cataluña. Ya tuve oportunidad de comentar en estas mismas líneas cómo la cuestión del (re)acomodo político y jurídico de determinados territorios con el Estado ha consumido gran parte de nuestro capital político durante los últimos años (El País Vasco vuelve a escena). Aunque desde el año 2012 nos centramos con especial preocupación en la “cuestión catalana”, es evidente que la configuración de nuestro Estado de las Autonomías ha entrado en una fase de agotamiento en la que se manifiestan con más intensidad los fallos, que sus múltiples virtudes. Basta como prueba la reivindicación por parte de algunos territorios de una (¿nueva?) especificidad que, si bien la Constitución Española de 1978 ya les reconocía, el desarrollo del modelo ha ido, al parecer, diluyendo progresivamente. De igual forma, la última reunión de la Conferencia de Presidentes en el mes de enero ha puesto de manifiesto cómo un modelo que nunca ha ocultado su vocación federal debería ser capaz de acomodarse mejor al principio de cooperación leal.

Cuando se aborda una situación política difícil como la relativa a Cataluña desde la perspectiva de llegar a una solución, no es inteligente invertir esfuerzos en identificar a los culpables que nos han conducido hasta aquí, máxime si el tiempo corre en nuestra contra. Ello no significa que quienes están dispuestos a incumplir la ley y quienes están en disposición de hacerla cumplir no deban responder de sus actos en función de su responabilidad. Se trata, en estos momentos, de evitar situaciones que nos distraigan de aquellas que ayuden a encauzar la situación y acertar con la fórmula de solución. Lo demás caerá por su propio peso.

Nuestra propuesta, en este sentido, pasa por ensanchar el marco jurídico actualmente vigente de tal forma que el proceso de reforma constitucional sirva para discutir y acordar propuestas sobre las que todos podamos pronunciarnos. No es una fórmula mágica, ni está exenta de riesgos pero nos permitiría inaugurar una etapa conducente a acordar el proyecto de España para los próximos cuarenta años. De hecho, aunque no se hable mucho de ello, la fuerza del desafío independentista catalán actual también tiene que ver, al menos esa es nuestra idea, con la debilidad que arrastra el proyecto de España como nación y como Estado. Pensemos en ello.

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