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La revolución será feminista

Varias manifestantes en la marcha del 8M de Madrid. / Olmo Calvo.

Jorge Moruno / Hibai Arbide Aza

Miembro del Consejo Ciudadano de Podemos / Periodista —

El feminismo no es un movimiento social, es mucho más, es una sociedad que está moviéndose hacia el feminismo. En ese proceso, las fuerzas y lecturas que rechazan una sociedad igualitaria lanzan exabruptos y conatos propios del Medioevo; pero lejos de ser una muestra del retroceso de la sociedad hacia posturas aparentemente superadas, representan la reacción de los valores de una sociedad que se muere, pero que en su agonía, cual perro rabioso, se parapeta en la esquina lanzando mordiscos a la espera de ser derribado.

Las manifestaciones del 8 de marzo han sido masivas alrededor del mundo. En Madrid, ahí donde hace unos años se juntaban unas pocas miles de personas en una puesta en escena donde se identificaban con facilidad los bloques de partidos y colectivos políticos, en esta ocasión se han diluido entre un torbellino de iniciativas, pancartas caseras, cánticos cruzados y las calles aledañas a la manifestación tomadas por grupos de mujeres que vuelven a casa contentas y exhibiendo símbolos: la calle es suya. Sucede siempre lo mismo con aquello que es grande, que desaparece todo rastro de vanguardia y se le responde al poder con la frase que canta el Evaristo, “¿quieres identificarnos? Tienes un problema”.

En el caso de Turquía, inmersa en una grave espiral represiva, las feministas han desafiado al terror de Erdogan y al de ISIS. El gobierno que ha suspendido el derecho de manifestación –desde que en 2015 las bombas de DAESH asesinaran a decenas de manifestantes en diferentes ciudades– no ha podido evitar que decenas de miles de mujeres desfilaran por las calles de Estambul, Ankara y Diyarbakir.

En Grecia, el 8 de marzo de 2016 no hubo movilizaciones, con excepción de la pequeña manifestación protagonizada por mujeres kurdas en Atenas. Las feministas griegas decidieron no convocar porque estaban completamente sobrepasadas trabajando en la llamada crisis de los refugiados. Esto les valió algunas críticas de colectivos de otros países.

En 2017, sin embargo, Grecia no sólo ha recuperado la tradicional manifestación feminista sino que las mujeres refugiadas y migrantes han ocupado un espacio central en la misma, tanto en el número de participantes como en el discurso. Tres lecciones se pueden extraer de esto. El primero, que cada contexto debe tener su proceso, sus ritmos, sus prioridades y su discurso. La uniformidad a veces no suma sino que resta. El segundo, que los feminismos son el proceso de confluencia más exitoso en casi todas las partes del mundo. El tercero, que cuando hablamos de feminismos no nos referimos sólo a la lucha de las mujeres blancas con papeles.

El feminismo es el proceso de subjetivación más expansivo y sólido que se está dando en nuestras sociedades; sin líderes, sin centralizar, sin programa, ni dirección, sin fronteras, puro rizoma. El feminismo muestra que la verdadera política es algo más ambicioso: modificar las estructuras y las formas de comprender el orden de la sociedad. El movimiento subjetivo inventa nuevos universos de referencia y modos de concebir las relaciones sociales; es la sociedad reinventándose a sí misma en su propia defensa. “La revolución será feminista o no será” rezaba la pancarta colgada en la puerta del Sol en mayo de 2011. Había quien no lo entendía, incluso la pancarta fue arrancada, pero ahora nos vamos enterando: no estaban pidiendo permiso, tampoco exigiendo tolerancia por parte del hombre que debe “tolerar” la lucha de las mujeres; estaban constatando un hecho.

Este es el siglo de las mujeres. Lo vimos en Austria donde las mujeres salvaron a su país de la extrema derecha, lo vimos en Polonia con las mujeres valientes defendiendo su derecho a decidir, lo vimos en EEUU con las mujeres defendiéndose del ataque de Trump, en Islandia haciendo huelgas contra la brecha salarial, y lo vimos en España, donde el feminismo ha sido el único movimiento capaz de derribar a un ministro.

Esto quiere decir que las posibilidades para repensar la democracia y las bases de la convivencia, no es que deban tener en cuenta la perspectiva de las mujeres, sino que el conjunto de nuestra convivencia y relación ecológica viene dada por una hegemonía feminista. No solo cambian su papel y rol en sociedad, no solo visibilizan el trabajo socio reproductivo, base y a la vez molestia de la acumulación capitalista, con ello también alteran profundamente lo que significa y representa ser hombre.

Los hombres tenemos dos opciones: defender con uñas y dientes nuestros privilegios o aceptar que es el momento de dar un paso atrás. Asumir que no vamos a ser los protagonistas es difícil para quienes estamos acostumbrados a que nuestra opinión cuente. Reconocer que somos parte del problema es duro para quienes prefieren creer que el machismo es un conjunto de comportamientos individuales de determinados hombres, en vez de una cuestión estructural. Cuanto antes lo hagamos, menos sufrimiento provocaremos. Este proceso no se da de una vez para todas, no tiene una fecha fijada en el calendario, no es solo un acontecimiento, es una sedimentación cotidiana que va drenando y mutando en nuevas prácticas, gestos tácitos y mapas mentales.

Comentaba hace unos meses el presidente de la CEOE, Juan Rosell, que la mujer es “un problema” para lograr el pleno empleo. En 2014, la que en su momento era la presidenta del Círculo de Empresarios, Mónica de Oriol, llegó a afirmar que prefería contratar a mujeres menores de 25 años o mayores de 45 años porque es menos probable que se queden embarazadas; quedarse embarazada es según sus propias palabras “un problema”.

Pero, ¿cuál es el verdadero problema? Asumir un funcionamiento laboral que choca frontalmente con el funcionamiento de la vida. El problema es la manera en que se comprende qué define a la riqueza, a la utilidad, a lo que es o no actividad, a las prioridades, y hacer totalmente dependiente del trabajo remunerado el acceso a la condición de ciudadanía. El problema es poner por delante obtener beneficios privados a los beneficios comunes. La lucha de las mujeres representa el potencial de una contradicción fundamental del capitalismo, que no es la de trabajo proletario vs trabajo capitalista (un oxímoron), sino entre concebir la riqueza basada en el valor vs la riqueza no basada, no medida ni mediada por el gasto inmediato de tiempo de trabajo humano. Contradicción entre la centralidad de la autovalorización capitalista o la centralidad en el desarrollo de la vida, por eso el feminismo es ante todo un movimiento de vida.

La hegemonía de la política de movimiento lo impregna todo y obliga a que todos los actores tengan que moverse y posicionarse. El grado de fortalecimiento del movimiento mantiene una tensión dialéctica entre su capacidad de transformar la sociedad y la de ser transformado. El capitalismo funciona también como un cierre semiótico, esto es, busca adaptarse a los nuevos códigos y significados de tal forma que incorpora parte de sus demandas al tiempo que trata de evitar la politización de la economía. Es lo que Nancy Fraser ha calificado de “neoliberalismo progresista”; una especie de alianza entre algunas corrientes de los nuevos movimientos sociales, incluido el feminismo, y sectores de Wall Street, Silicon Valley y Hollywood. Una alianza entre la financiarización de la economía y la lectura licuada de la diversidad social y el reconocimiento a los distintos “estilos de vida”.

La conocida marca de moda Christian Dior ha presentado para esta temporada de primavera 2017 una camiseta que lleva por mensaje el título del libro de la escritora Ngozi Adichie, We should all be feminists (Todos deberíamos ser feministas). Si Dior lo hace es gracias al efecto generado por el terremoto feminista, lo que ciertamente es síntoma de fortaleza, pero al mismo tiempo entraña sus riesgos; ¿Dior se come al feminismo, o el feminismo a Dior? La tensión de la lucha de clases en una camiseta. El momento es ahora. La revolución está siendo feminista.

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