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¡No más parches, por favor!

La Diada de este año, más independentista que nunca. Foto: Efe

Juan Díez Medrano

Catedrático de Sociología de la Universidad Carlos III —

Desde hace más de cinco años cualquier observador de la sociedad catalana sabe que una parte muy importante de Catalunya ha decidido que no quiere formar parte de España. El nacionalismo de Catalunya no es una ocurrencia de los líderes de unos cuantos partidos. Aunque a muchos no nos guste, porque como la mayoría de los nacionalismos -inclusive el español- nos parece excluyente y parroquial, es un movimiento legítimo que cuenta con una base social transversal, extremadamente bien conectada y organizada y a la que se enfrenta una masa ideológicamente diversa y socialmente menos cohesionada de personas que se oponen a tal independencia.

El Gobierno de España ha abordado el problema, primero con indiferencia y luego convencido de que bastaban unas cuantas medidas quirúrgicas para eliminarlo. Los medios de comunicación públicos audiovisuales, por otra parte, han contribuido a difuminar la extensión del fenómeno y a esconderlo, siguiendo la táctica del avestruz.

Gran parte de la ciudadanía española no catalana, no tiene la menor idea de la extensión y profundidad del fenómeno. Ignoro qué teoría política o sociológica utiliza el Gobierno para decidir sobre la mejor estrategia para enfrentarse a él. Sospecho que ninguna. El gobierno de Catalunya, en eso, les lleva muchos años de adelanto, y se está viendo.

No es el momento de preguntarse por qué se llegó a esta situación. Tampoco es cuestión de debatir si lo que se ha hecho hasta ahora se hizo bien o mal. No es un problema fácil. El gobierno ha aplicado la ley con rigurosidad, a veces a costa de dar ventaja al separatismo. Empatizo con su esfuerzo que ha realizado por no caer en estridencias, aunque estridencias las ha habido. Si acaso, ha pecado de imprevisión y caído en muchas trampas.

Lo importante ahora es plantearse una estrategia de acción inteligente y sostenible en el tiempo, que parta de la situación actual. La suspensión parcial y temporal de la autonomía de Catalunya, seguida de elecciones, es posiblemente necesaria, dada la urgencia de la situación, pero no es suficiente, a corto y medio plazo. En el plazo más inmediato va a ser resistida de manera brutal, lo cual puede condenar al Gobierno a una litigación y acción policial constantes que erosionarán aún más la posición del Estado en Catalunya y su imagen internacional. Esto podría reflejarse en las elecciones autonómicas, lo cual nos llevaría otra vez a la casilla de salida, o peor.

Los Estados autoritarios, en circunstancias similares, se apoyarían en la violencia y no dudaría en prorrogar indefinidamente el estado de intervención de la autonomía. En España, miembro de la Unión Europea y con unas bien ganadas credenciales democráticas, este escenario es inconcebible.

Una posible salida de esta situación consistiría en que, en el menor plazo posible, y antes de verse forzado por las circunstancias y su entorno europeo, el Gobierno se comprometa de manera clara a una reforma de la Constitución que incluya un replanteamiento a fondo del modelo territorial (quizás en sentido federal, de manera que ayude a fortalecer la participación de las regiones en el Gobierno del Estado, siguiendo el modelo alemán) y permita un referéndum pactado en Catalunya (y, si se da el caso, el País Vasco).

El Gobierno ha defendido su oposición a tal referéndum a partir de una lógica jurídica circular o de una lógica comparada equivocada. La primera consiste en decir que no puede haber referéndum porque la Constitución española lo prohíbe. La segunda consiste en remitirse a otras Constituciones que afirman la indisolubilidad del estado o al Derecho Internacional. Esto está muy bien, pero cada realidad es diferente y ni la unidad del Estado se va a conseguir de manera mágica invocando el derecho ni la comunidad internacional va a aceptar cualquier situación simplemente porque se atenga a lo que dicta la ley.

Por poner un ejemplo, una cosa es que la Constitución de Estados Unidos excluya la secesión, y otra cosa predecir qué ocurriría si un 50% de la población de California se movilizase por la independencia. El derecho, en la medida en que puede cambiarse, no puede ser la única base sobre la que se asienta la política de los gobernantes. Si así fuera, por ejemplo, cabe pensar que hace más de un mes que el Gobierno de la Generalitat y algunos miembros del Parlament de Catalunya estarían haciendo frente a procesos judiciales. No lo están y esto, fundamentalmente, porque el Gobierno ha hecho política además de atenerse a lo que establece el derecho.

Pasar de la defensa al ataque, proponiendo una reforma de la Constitución que permita la celebración de un referéndum pactado proporcionaría al Gobierno tiempo (esencial en este momento) y mucho mayor margen de maniobra. Los términos y la fecha del referéndum resultarían de una negociación en la cual el Gobierno de turno no tendría por qué ceder a los deseos de la comunidad autónoma que quiera el referéndum. Sería más fácil defender en cualquier ámbito nacional o internacional unas determinadas reglas para el referéndum que lo es defender el oponerse a tal referéndum. ¿Quién puede realmente poner el grito en el cielo porque se establezca un techo elevado de participación y de votos afirmativos para empezar a negociar una futura secesión?

Una vez que se entra en el ámbito de las reglas, la movilización popular tendría mucho menos sentido. No veo a la gente saliendo a la calle para que el 50% + uno sea el criterio utilizado o a los medios internacionales hablando de opresión del pueblo catalán porque el Estado se oponga a dicho criterio. Hay conciencia suficiente sobre los límites del referéndum como instrumento vinculante sobre cuestiones de amplio calado como para que la opinión pública nacional e internacional pueda expresarse de manera rotunda al respecto.

Es cierto que el Gobierno se arriesga a pagar un fuerte precio político por cambiar de rumbo en estos momentos, después de haberse opuesto al referéndum durante tanto tiempo. Todo dependerá de cómo maneje la situación. Pero del mismo modo se arriesga a perder el poder por fracasar en su intento de ahogar al nacionalismo a través del 155 y de unas elecciones posteriores. Ninguna estrategia va a saldarse sin costes para el Gobierno. Es algo que debe aceptar.

A largo plazo, no obstante, tomar la iniciativa, negociar inteligentemente los términos de un referéndum y luego batallar también inteligentemente para ganarlo, apoyándose entre otras cosas en la ciencia social y no solo en el olfato, es la mejor apuesta. Una apuesta que, a pesar del riesgo que conlleva (ya no quedan alternativas sin riesgos de un signo o de otro), es posiblemente la única que puede garantizar la unidad del Estado a largo plazo y, lo que a mi modo de ver es más importante, permitir que Europa siga avanzando en la vía de la integración y no hacia su disolución en un mosaico de tribus excluyentes y parroquiales.

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