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La hora del Tribunal Supremo

El Tribunal Supremo obliga al pago íntegro de las vacaciones salvo los conceptos extra

Baltasar Garzón

Nuestro país, España, está viviendo tiempos muy extraños. Los dos últimos meses han sido especialmente intensos y contradictorios. Las sensaciones y vivencias han formado una especie de simbiosis que se retroalimenta en un bucle invisible impidiéndonos salir del impasse producido por la incompetencia y la intransigencia de muchos y la desesperación de los demás.

Los momentos se suceden vertiginosamente con una cadencia difícil de digerir y ni tan siquiera de comprender. Hemos pasado de la euforia independentista del Govern y quienes le apoyaban en esa deriva y el mutismo del ejecutivo español frente a la misma, sin escenarios de diálogo político ni capacidad de comunicación democrática, al dominio total de la escena preelectoral por la Fiscalía General del Estado como un apéndice del Gobierno, sustituyendo a la Abogacía del Estado en este cometido.

De esta forma, el poder Ejecutivo, directa o indirectamente, se expande como una especie de epidemia de poder incontenible ante la vista , ciencia y paciencia de todos. El 155 suave, temporal y “democrático” ha adquirido un contenido tenebroso con la actuación del fiscal general del Estado.

La expresión “hay que dejar que los jueces actúen” cuando todos sabemos que hay un impulso poco disimulado de apoyos concatenados que convergen en el mismo punto de ataque a quienes promovieron la independencia, parece que es bálsamo para no criticar acciones muy cuestionables y que en otras circunstancias podrían suponer responsabilidades para quienes están adoptando estas iniciativas exorbitantes.

La autonomía del Ministerio Fiscal, proclamada por su responsable máximo, señor Maza, es apenas una apariencia, diseñada para apaciguar las críticas más conspicuas. De hecho, esa proclama es más una excusa que una realidad.

En cuanto a la particular interpretación que el mismo alto funcionario realiza del concepto violencia para justificar posible la comisión del delito de rebelión por los ex miembros del Govern de Catalunya, rebasa los más elementales principios del derecho penal al afirmar que no requiere armas, no tiene por qué ser cruenta como en el 23-F, que es equiparable a una coacción ejercida al cambiar una cerradura e impedir la entrada en un domicilio. No precisa comentarios. Resulta memorable a la vez que carente de cualquier base jurídica. Como también es de resaltar su crítica implícita a la Sala II, de donde procede, cuando afirmó, en entrevista radiofónica, ante la decisión del ponente de otorgar un plazo de una semana a los investigados aforados para que puedan estudiar el contenido de la querella, que ésta se lee en una hora. ¿También tardó la Secretaria General Técnica una hora en redactarla en el documento interno que tituló, para que no hubiera duda, “más dura será la caída”? ¿O por el contrario llevan meses elaborándola, tiempo en el que se han producido desde la reprobación de ambos hasta la constatación de múltiples reuniones entre el fiscal general y el ministro de Justicia? Si hubiera verdadera transparencia en el Gobierno, todos deberíamos saber de qué se habló en esas reuniones y si como dice el señor Maza, para nada se tocó el Procés.

Con el añadido de que el procedimiento seguido en la Audiencia Nacional no solo contiene la querella sino muchos más tomos, siendo mucho más complejo y voluminoso que el del Tribunal Supremo. Y el Ministerio Fiscal debe velar por la salvaguarda de los derechos constitucionales como es el derecho de defensa, máxime cuando de preservar la libertad se trata.

Obviamente nadie se cree este aserto; pero lo más preocupante es que no nos escandalizamos cuando se cuestiona el derecho de defensa con esta tranquilidad y desmesura, insinuando que los investigados tenían que haber renunciado al derecho de no declarar o guardar silencio y reconocer los hechos o arrepentirse a modo de acto de contrición y de esa forma liberarse de la situación actual en la que se encuentran. Es decir ingresados en prisión.

Vivimos los tiempos en los que la mentira ha alcanzado estatus oficial.

Pero es que además, so pretexto de proteger la imparcialidad e independencia de los jueces territoriales de Cataluña, que según la querella presentada en la Audiencia Nacional, “preclaro” juicio, se verían comprometidas si se siguieran allí, como deberían, los diferentes procesos penales, pone a los pies de los caballos a ese colectivo presentando a sus componentes como profesionales vulnerables y por ende de poco fiar.

Es un argumento altamente peligroso, porque si fuera este el baremo a utilizar para atribuir la competencia, que, por cierto, no se aplicó cuando el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña tramitó estos procesos en plena deriva independentista. ¿Se aceptaría la inhibición si un juez se siente presionado o perturbado por cualquier circunstancia? Obviamente no. Entonces, el argumento es falaz.

Sorprendentemente, las diferentes asociaciones han dado por bueno este “criterio” de atribución de competencia y, apenas Jueces para la Democracia, hace una leve crítica, insuficiente para lo que está ocurriendo.

El Gobierno lo invade todo. Por una parte, a través de la aplicación del articulo 155 (aconsejo ver la euforia de la bancada del Partido Popular aplaudiendo con caras de satisfacción al Presidente Rajoy, el día de la aprobación de la medida) con la supuesta mesura y acotamiento temporal de sus efectos (elecciones del 21 de diciembre y tiempo de transición para la instalación del nuevo Parlament y Govern) y, por otra, por medio de la acción de la Fiscalía General del Estado impulsando denuncias y querellas que han abierto la vía judicial que sigue su curso sin aparente conexión con los hechos políticos que la motivaron. Pero esa conexión existe.

Enumero: preanuncio de medidas coercitivas contra los investigados, promotores de la ¿declaración? de independencia de Cataluña. La “premonición” de las que adoptarían los tribunales; con el cambio de posición jurisprudencial incluido para justificar la competencia de la Audiencia Nacional sobre delitos como el de rebelión y sedición que hasta septiembre de 2017 “ni habían sido competencia de la Audiencia Nacional, ni lo son”, según los autos del Pleno de la Sala penal de la Audiencia Nacional de 4 de diciembre de 2008 y de la Sala II del Tribunal Supremo de 26 de febrero del año siguiente, entre otras.

Estos hechos son, más que cuestionables, directamente rechazables desde una interpretación conjunta de los conceptos de proporcionalidad, racionalidad, presunción de inocencia y derecho a un proceso con todas las garantías.

Ya lo he explicado en diversas ocasiones: No hay competencia de la Audiencia Nacional para juzgar estos delitos. Tampoco hay razones para decretar prisión a quienes no han hecho intención de huir, sino todo lo contrario: han comparecido a pesar de que la juez ha quebrantado, con todo conocimiento, el derecho de defensa de los investigados e incluso cuando el Tribunal Supremo ha calificado de menos grave (conspiración para la rebelión) y ha concedido otra semana para que la defensa estudie las actuaciones.

Aún más: teniendo el punto de referencia de quienes no habían atendido la citación judicial (el ex president Puigdemont y varios ex consellers) ¿cuál es la razón de que el órgano judicial, haya mantenido la citación y la declaración, justificando esa medida con tan pobres argumentos? La verdad es que resulta difícil comprenderlo cuando tampoco tienen capacidad ejecutiva para seguir delinquiendo, ni destruirán pruebas porque, ni fueron detenidos, ni se han hecho registros, ni buscado otros elementos de inculpación.

Pero sobre todo, me preocupa la reacción desmedida de gran parte de la prensa y de la ciudadanía que hasta hace muy poco eran contrarios a la intervención judicial y ahora exigen que el aquelarre se consume. ¿Dónde está la moderación? ¿Dónde la aproximación? ¿Qué es lo que piensan que se va a conseguir de esta manera desproporcionada?

En un Estado de Derecho el Poder Judicial no puede reaccionar visceralmente, perder el norte y dejarse llevar por la inercia de la masa, o los tiempos electorales, respecto de los cuales, el añorado presidente de la Sala II, Enrique Ruiz Vadillo, aconsejaba moderación en las resoluciones judiciales, incluso paralizarlas hasta que estos concluyeran; consejo que el actual Presidente del Tribunal Supremo que debe velar por la independencia judicial no sigue al afirmar que es partidario de la detención de Puigdemont.

A los ex consellers catalanes con su jefe Puigdemont a la cabeza se les puede acusar de ser unos prepotentes y unos inconscientes y de meternos a todos en un callejón de dudosa salida. Incluso de haber cometido hechos con apariencia delictiva, ya se verá, pero las cosas están yendo demasiado lejos. Por una parte y por la otra. Puigdemont con la sucesión de desafíos y el escorzo belga, Rajoy, poniendo en marcha la acción de la justicia cuyo curso, una vez iniciado es imparable tampoco da facilidades y el Fiscal General que con su ayuda y vehemencia, pareciera estar haciendo méritos aplicando un Derecho que no se ajusta a derecho y una jueza entusiasta decidida a seguir la rueda de la Fiscalía en uso de una independencia que a estas alturas ya está contaminada o cuando menos altamente cuestionada.

Por tanto, la única razón posible de lo que está ocurriendo es la aparente coordinación de acciones políticas y judiciales en un proceso electoral. Pero en ese contexto, estas últimas, incidirán de forma directa e incluso marcarán la pauta de dicho proceso sin que puedan ser cuestionadas por las fuerzas políticas en litigio pues están protegidas por la precitada independencia.

En cuanto a la calificación de los hechos como delito principal de rebelión y sedición, y malversación, considero las dos primeras acepciones una desmesura. Pero, serán elementos jurídicamente suficientes para que Bélgica, con toda probabilidad, rechace la Orden de Detención y Entrega del presidente Puigdemont en base a los hechos que la sustentan.

Sin perder de vista que si la rebelión y sedición no son competencia de la Audiencia Nacional y tampoco lo son del Tribunal Supremo, tendríamos que admitir finalmente que la única competencia es de los jueces de Cataluña y del Tribunal de Justicia de la Comunidad.

¿Era necesario hacer leña del árbol caído? Parece que sí porque lo más importante, no nos engañemos, ha sido, visto lo visto, dar el aviso a navegantes y demostrar fortaleza y mano dura, actitudes que a Mariano Rajoy le han debido decir sus asesores, le hará subir votos como la espuma tapando el mar de la corrupción.

El 9 de noviembre es hora de que intervenga ya el Tribunal Supremo, que ponga cierto orden en este tremendo desaguisado en el que se han mezclado política y justicia, por decisión del Gobierno de Rajoy y a través de la longa manu del Fiscal General. Que obligue a inhibirse a la Audiencia, rebaje el nivel de acusación, el tipo de delito y resuelva el entuerto en la medida en que jurídicamente sea posible. Incluso remitiendo los autos al TSJC, una vez decaiga el aforamiento después del 22 de diciembre, cuando entre el nuevo Parlament, y si se mantiene porque alguno o algunos vayan en las listas y salen elegidos, se mantenga o se decrete que ni por la naturaleza de los crímenes ni por conexión, ni por normas de atribución la competencia está en Madrid.

Entretanto, el Alto Tribunal debería actuar con urgencia e imponer la unidad de criterio frente a todos los investigados por unos mismos hechos, evitando así decisiones contradictorias y respetando los derechos y garantías exigibles y que, a no dudar, exigirá el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Es este un país peculiar en que algunos políticos en vez de solucionar los problemas de los ciudadanos generan problemas nuevos y en los que los distintos representantes de los gobiernos autónomo o estatal no hacen política sino más bien parece que la apuñalan.

Cuando el Derecho Penal tiene que intervenir, demostrando que el ámbito de la política ha fallado, y lo que es peor, que solucionar algunos problemas por la vía del derecho punitivo supone ni más ni menos cerrarlos en falso pues tarde o temprano retornan con mayor acritud si cabe, más virulentos y conflictivos. No creo que estemos en disposición de permitirnos tal posibilidad. Por el contrario, tenemos la obligación de resolver esta profunda grieta, políticamente y con soluciones políticas. La separación de poderes no significa que cada uno funcione por su cuenta y de forma arbitraria, sino que lo haga armónicamente y para salvar la democracia.

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