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Slepoy, lucha y sonrisa

Carlos Slepoy, abogado argentino defensor de víctimas del franquismo.

Eduardo Ranz

Abogado especialista en Memoria Histórica —

Hemos perdido al hombre que jamás perdió la sonrisa, un hombre bueno.

Su casa en Santa Eugenia estaba abierta para todo el mundo, cuando iba allí a trabajar con él, dentro uno se encontraba políticos, amigos argentinos que él acogía porque se encontraban en una situación difícil, o a personas de la memoria como Chato, Sole, Manuela o Jacinto Lara.

Recuerdo la primera vez que hablamos, fue en el año 2012 me acerqué a él, y para mi sorpresa él sabía de mí. Al poco tiempo me encontraba en el salón de su casa, junto a su portátil, una lámina enmarcada con la leyenda “Mi Buenos Aires Querido” y una cafetera con el mango roto. Pese a que ese año le regalé una cafetera nueva por navidad, nunca la cambió. Era su cafetera, y eso es algo que nos une a los muy cafeteros.

Recuerdo los consejos que me dio con la querella contra el diputado del PP Rafael Hernando cuando este había dicho “las víctimas del franquismo, al parecer, se acuerdan de sus familiares cuando hay dinero de subvenciones por medio”, y los primeros casos en vía penal que llevé sobre el Valle de los Caídos al Tribunal Constitucional, sobre cómo debía de formalizarse un buen recurso de amparo.

Recuerdo la primera conferencia que nos invitaron a ambos, fue en El Escorial, en el 2013. Era de las primeras veces que yo hablaba en público, y los asistentes me atribuían un conocimiento que yo no poseía. Slepoy lo puso muy fácil para responder él primero, y yo después, llevándome el mérito. Ese día fuimos en mi coche, pero a su casa vino mi amigo Hugo en su Smart. Al verlo, Carlos sonriendo dijo “ahí no entramos”. Ese era Slepoy, hombre que siempre se reía hasta en las situaciones más incómodas. Igualmente recuerdo la última conferencia en que nos invitaron a ambos, fue en junio de 2016 en Madrid, se acercó mi padre a saludarle y él le dijo “hay que ver cómo ha crecido el chico”.

Yo llamaba y siempre se ponía. En el hospital aún medicado y sin salir de la cama, tenía ganas de luchar y de estar al día, hablábamos de Garzón, del Valle, de Argentina, de la querella, de otras personas relacionadas con la profesión, de la suya, que es la mía. Lo mucho o lo poco que logré en memoria histórica se gestó en su casa.

Alguna nochebuena coincidimos por la mañana en plató, luego comíamos en Santa Eugenia y por la tarde trabajábamos. Otra nochevieja recuerdo que llegué tarde a cenar con mi tía y mi abuela, él estaba en el hospital, se tomó las uvas en el Gregorio Marañón, algo que por desgracia ocurrió varias veces.

Jamás hizo un mal comentario, ni se quejó de su estado. Una enfermera que se llamaba Paloma entró en la habitación, y Carlos empezó a cantarla Que no, que no, paloma, no, que así que no trabajo yo. Que no, que no, palomita, que no, que así que no trabajo yo.  La joven enfermera le sonrió y yo diría que incluso le alegró el resto del turno.

En el hospital nunca faltó la foto de su nieto Martín, y cómo se le iluminaba todavía más la cara cuando hablaba de él. Con 65 años dejó de fumar, se dejó barba, se afeitó, cada día se retocaba el bigote y volvió a fumar a ratos, él era coqueto por naturaleza.

Cuando estuve en Argentina, colaborando con el equipo de abogados de la querella argentina, no había un funcionario, periodista o militante de la causa que no supiera quién era él y su lucha y éxitos por los derechos humanos. Claro que lo mismo ocurría en los Juzgados de lo Social en Madrid: normalmente los jueces son los dueños de los procedimientos, salvo cuando se trata de abogados con más de 25 años de profesión en Tribunales, en ese momento los papeles se invierten, y pasan a ser esos abogados los que marcan las pautas legales, por autoridad moral. Carlos era de ese tipo de abogados, reconocidos hasta por el último juez.

En Octubre de 2015 colgó la toga, su situación no le permitía seguir ejerciendo, fue una decisión muy difícil para él, me dijo que fue la decisión más dura de su vida, un hombre que había sido torturado, exiliado, disparado, divorciado…

Cuándo empecé a interponer acciones legales contra la Iglesia católica en procedimientos para retirar la simbología franquista de los templos, al comentarle que si me excomulgaban volvería a ir a misa todos los domingos, él me respondió “esa es la amenaza”. El día de mi boda, la canción que sonó de apertura del baile fue “hasta siempre comandante”. Al despedirnos ese día Carlos nos dijo a Macarena y a mí “ha sido toda una declaración de intenciones”. Cuando iba a su casa a proponerle algo, generalmente comiendo, él respondía “a todos hay que animarles para que hagan cosas, a ti, hay que frenarte”. Comíamos en una terraza de Santa Eugenia, cada vez pagaba uno, las últimas veces, no me dejó pagar.  

El miércoles su férretro estaba cubierto por una bandera republicana con el escudo de las brigadas internacionales, con otra roja, el pañuelo de las madres de mayo, y el escudo de su equipo de fútbol argentino. En su cremación sonó su samba, y al final todos los asistentes catamos “gayo negro, gayo rojo”, el momento más emotivo llegó al cantar todos Gallo negro, gallo negro, gallo negro, te lo advierto: no se rinde un gallo rojo mas que cuando está ya muerto. Al coche le acompañaba una furgoneta llena de coronas de flores rojas, amarillas y moradas. Carlos luchó legalmente contra las dictaduras argentina, chilena y española.

No tenemos derecho a llorar por ti, sino a sonreír, así que nada de obituarios. Tu vida es un “canto a la vida”, y todas las causas sociales y humanas con toga llevarán tu nombre con sonrisa.

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