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Ciudadanismo: el fetichismo del espacio público

Portada Ciudadanismo (Ed. Catarata)

Manuel Delgado

Algo debería llamarnos la atención en lo que fueron las grandes movilizaciones que, en diferentes países en la primera mitad de la década de 2010, consistieron en la ocupación prolongada de lugares emblemáticos de centros urbanos: el papel de sujeto político que asumieron las propias ubicaciones físicas de los asentamientos de protesta. Los campamentos levantados por los indignados y otros movimientos análogos se ganaron el papel de auténticas entidades políticas independientes, con vocación incluso constituyente y que podían desarrollar funciones interlocutoras a través del sistema asambleario de que se dotaban. La plaza Tahrir en El Cairo, la Puerta del Sol en Madrid, la plaza Habima de Tel Aviv, la plaza Taksim en Estambul, Zuccotti Park en Chicago o Causeway Bay en Hong Kong no eran meros receptáculos o contenedores de una contestación social, sino entidades súbitamente vivificadas, que convertían a sus ocupantes en instrumentos al servicio de una indignación que ya no era de los ciudadanos, sino de la ciudad misma, como si no fueran los manifestantes quienes emplearan las plazas para expresarse, sino los escenarios de la protesta, aquellas plazas, las que encontraran en los cuerpos y voces de los acampados un vehículo a través del cual hacerse presentes como actores del drama político. 

Esta emancipación de las plazas, que las hacía pasar de meros marcos de la acción colectiva a sujetos de la vida política, es indesligable del idealismo del espacio público que conlleva el desarrollo de lo que se ha dado en llamar postpolítica, con su proyecto de superación de la lucha de clases y de abandono de las divisiones ideológicas clásicas en función de nuevos lenguajes y nuevos paradigmas. Uno de los ejes de esa revisión doctrinal de los debates públicos es el ciudadanismo, que en el fondo, más allá de su aspecto novedoso, no deja de ser una nueva expresión del viejo republicanismo, restaurado por Philip Pettit (1999) o Chantal Mouffe (2013 [1999]; 2007), para el que el espacio público no sería otra cosa que la espacialización física de uno de sus derivados conceptuales: la llamada sociedad civil 

La ideología ciudadanista es objeto de diversas interpretaciones, algunas de las cuales aparecerían en la base de movimientos y movilizaciones hipercríticas, puesto que bien podría decirse que ha acabado incorporándose al instrumental teórico de los restos de la izquierda histórica e incluso de los sectores radicales que los medios oficiales han etiquetado como “antisistema” (Domínguez, 2010). Pero también el ciudadanismo está siendo la doctrina oficial en que se sustentan políticas tanto socialdemócratas como conservadoras que hacen el elogio del tercer sector, la labor de las ONG o las virtudes de una definición bien particular del capital social. Esas dos lecturas en que se podría esquematizar hoy el uso del ciudadanismo como ideología de referencia se corresponden con las dos versiones que Mary Kaldor (2005: 21-24) reconocía de la noción de “sociedad civil”: la neoliberal y la militante, aplicada esta última a las corrientes postmarxistas que apuestan por un aumento de la participación y la autogestión y que reclaman una continua activación de la ciudadanía al margen de la política formal y en orden a constituirse en fuente permanentemente de fiscalización y crítica de los poderes gubernamentales y económicos. 

La expresión actual de este ciudadanismo militante la conforman sin duda las grandes movilizaciones que se conocieron a lo largo y ancho del planeta, y cuyo paradigma sería acaso el de los indignados españoles del 15-M en 2011. No solo como indicativo de una reacción masiva y airada ante unas circunstancias sociales cada vez más inaceptables, sino por lo que ha implicado de recuperación de la calle como escenario para las luchas civiles y de incorporación o reincorporación de miles de personas a la discusión y la acción políticas. Ahora bien, esa valoración de la respuesta popular ante los abusos del poder político y económico no debe ser incompatible con una consideración ponderada de la naturaleza de este tipo de movimientos, que se centran en la vindicación de una agudización de los valores abstractos de la democracia, es decir, en la potenciación de una imaginaria ecúmene igualitaria basada en el individuo autónomo, responsable y racional, agente libre y consciente de su capacidad para propiciar todo tipo de cambios. 

Esa especie de democraticismo radical se funda en una coordinación dialogada y dialogante de estrategias de cooperación, de afinidad o de conflicto, que se articulan en el transcurso mismo de su devenir y que llevan a cabo siempre personas individuales que ejercitan de forma racional su capacidad y su derecho a pronunciarse y actuar en relación con asuntos que conciernen a todos. Y ello en un escenario —el espacio público como marco al mismo tiempo abstracto y concreto— en el que la pluralidad de presencias e intereses se somete a normas de actuación pertinentes, racionales y justificables, cuya generación y mantenimiento no dependen de normas jurídicas, sino de la autoorganización de pareceres e iniciativas. En ese sistema autogestionado de discusión y acción —del que las asambleas en las plazas públicas serían dramatización— el individuo alcanza no solo su máximo nivel de institucionalización política, sino también su altura definitiva de su “eminente dignidad moral”, por plantearlo como hacía Louis Rougier (1935: 41-44) al reconocer las raíces de lo que llamaba la “mística democrática”, aquella de la que dependía la resolución del problema de la obediencia libremente consentida. En efecto, el individuo asambleario, por llamar de algún modo al personaje central de los nuevos movimientos sociales, conduce al individuo a su grado superior de reconocimiento, como núcleo indivisible de una vida civil entendida como vida de y entre conciudadanos que generan y controlan cooperativamente esferas en las que queda aparcada cualquier génesis histórica o cualquier constreñimiento socioestructural, una especie de limbo de coincidencia cuyos habitantes llegan a acuerdos acerca de qué hacer y qué decir en y ante cada situación. Esa tierra de nadie donde reina la comunicación pura funciona como si los dispositivos de producción, intercambio o distribución hubieran quedado al margen y como si sectores sociales en conflicto hubieran decido pactar una especie de tregua indefinida. 

Tenemos entonces que al espacio público se le atribuye la misión de realizar espacialmente las verdades de la democracia como instrumento de mediación entre lo político y lo social y de control de las personas sobre los poderes que administran en su nombre la vida en común.

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