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Drama judicial en Samui

Foto de archivo de Daniel Sancho escoltado por la policía tailandesa al salir de la comisaría de Phangan hacia el tribunal de Samui. EFE/EPA/SOMKEAT RUKSAMAN

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El asesino se mata a sí mismo

Ursula K. Le Guin

No delincan nunca. El consejo es taxativo. En todo caso, si van a hacerlo no elijan un país que no tenga un Estado de Derecho homologado al occidental. La pesadilla de tantos y tantos españoles atrapados en sistemas kafkianos y ayunos de garantías, cumpliendo condena en cárceles atroces, en lugares donde los derechos humanos suenan a capricho occidental, es una historia que se extiende y que se repite cada cierto tiempo, como si nadie tuviera en cuenta los consejos con los que encabezo este texto. Ahora, además, el hecho de que el hijo de una persona con proyección pública esté siendo juzgado por asesinato en uno de estos países ha elevado a categoría de fenómeno de masas el contraste cruel con las garantías de nuestro Estado de Derecho.

A Daniel Sancho, acusado por el asesinato y el descuartizamiento de Edwin Arrieta, le están juzgando no sólo a puerta cerrada sino en el más absoluto y críptico silencio. Dicen que para evitar “juicios paralelos”. Todos los presentes en la sala, apenas algunos abogados y la familia porque tampoco hay público, han sido amenazados incluso con la cárcel si cuentan lo que sucede en el plenario. Ya ven por qué en las democracias avanzadas la justicia se produce en audiencia pública y sólo en casos muy puntuales y muy bien justificados, para preservar derechos mayores, se puede cerrar la vista al público aunque, por supuesto, nadie niega a los asistentes la posibilidad de relatar lo dicho. La justicia se hace a la vista del pueblo, porque es una garantía de que el proceso se desarrolla debidamente, sin nada que ocultar. Es la garantía que a todo acusado asiste y que en Tailandia es tan ajena que escandaliza a nuestra mente europea. Al lado de todo eso, hasta el riesgo de los juicios paralelos resulta pequeño.

Dentro de una sala muy pequeña, un juez y un ayudante, no un tribunal, juzgan e imponen la pena que podría llegar a ser de muerte o de cadena perpetua. ¡Un solo hombre decidiendo sobre la vida de otro! Conviene reflexionar en cómo hemos logrado alejar de nuestra sociedad la vergüenza de las penas degradantes y recordar que a ese español podrían ejecutarlo o mantenerlo recluido de por vida en aquel país, pero no en el nuestro. Recordarlo sobre todo cuando aúllan las hienas que pretenden que sería buena idea convertirnos de nuevo en un país así y es que lo fuimos. Lo mismo que conviene atender a la realidad de que en Tailandia rige lo que podríamos llamar el Derecho Real, es decir, el de la voluntad del Rey por oposición al derecho europeo codificado, emanado del Derecho Romano y basado en el respeto de los derechos inalienables de los seres humanos. Aquí fue ley mucho tiempo la voluntad de un dictador, el único que podía evitar las ejecuciones, ya saben, y esto se parece mucho.

Sancho asiste a las sesiones engrilletado de manos y pies. Jamás han visto nuestros democráticos ojos algo así y mucho menos las heridas que me dicen tiene después de llevar los aros metálicos durante sesiones de más de ocho horas en las que él mismo puede interrogar a los testigos. Me cuentan que lo está haciendo, que nadie ha tenido el buen criterio de evitar que, por mucho que conozca la causa, se arriesgue a tener una actuación en el juicio que es aún más peligrosa que el famoso derecho de última palabra. Eso sí, la sala es pequeña y el juicio enredado en idiomas, traducciones y abogados que se levantan, que se hablan, y gentes que entran y salen mientras el padre del acusado se sienta tras él y le pone las manos sobre los hombros para infundirle ánimos. Esto tampoco lo verían nunca en un tribunal europeo. 

Me pregunto por qué su defensa real ha quedado fiada a los abogados de oficio tailandeses, el principal de los cuales se echó una sornadita en la larga sesión de ayer. No alcanzo a entender -pero qué sabré yo- para qué sirve un denominado equipo jurídico de gentes españolas que no pueden actuar en aquel foro, que ni siquiera están allí y que hacen su mayor esfuerzo de defensa en los platós patrios. Espero que al menos no cobren o no cobren mucho. Yo además de no delinquir, ni aquí ni en el extranjero, siempre les recomendaré que de tener que invertir dinero en su defensa busquen a un buen penalista, aquí y en el extranjero pero sobre todo en el extranjero. No termino de comprender la estrategia de no haber buscado un buen abogado del país, que conociera el derecho local y que se empleara en mejorar con las armas jurídicas adecuadas la situación del acusado. A lo mejor frente a una fiscalía durísima, que interroga incansable durante horas, un abogado de oficio y otro joven que le lleva la cartera y un acusado engrilletado no constituyen la mejor garantía de que no exista indefensión. Desde la perspectiva española, además, las pocas preguntas que hacen estos defensores no son siquiera buscando el descargo. Hay quien asistiendo a las sesiones considera que, visto con mente europea, este hombre se está defendiendo solo. En un Estado de Derecho como el nuestro a nadie le dejarían hacer tal cosa por su propio bien. No entiendo cómo nadie se puede proclamar defensa de un acusado para que este, al final, esté prácticamente solo jugándose nada menos que perder la vida, que es lo que pide la Fiscalía. 

Según cuentan y como era de esperar, las cosas no pintan bien para Daniel Sancho. No se trata, como dicen algunos, de meras pruebas circunstanciales. En nuestro país tampoco le pintaría bien, aun con todo el derecho a la presunción de inocencia respetado. Es un drama lo que se vive en esa sala de vistas mientras la prensa acecha la salida de los pocos españoles presentes, sobre los que pesa la admonición judicial para que callen. Es un drama para nuestro concepto de Justicia, para los que creemos que todo acusado tiene derecho a un juicio justo, público y respetuoso con los derechos y a una defensa eficiente por muy execrables sean los crímenes cometidos. Es un drama para los que estamos orgullosos de que nuestra Carta Magna prohíba las penas inhumanas o degradantes. 

Demos gracias por el sistema de justicia que nos hemos dado y del que disfrutamos. Cuidémoslo. No escupamos al cielo degradándolo sin motivo. Hagámosle el servicio de sacar sus trapos sucios para que sean corregidos. Dotémoslo de medios. Pidamos a nuestros representantes que legislen con justicia. Y además de todo eso que nos protege a todos, sobre todo al ciudadano honrado, no delincamos por más justas que sean nuestras expectativas que las de tantos otros sitios. 

Un asesino, decía Le Guin, se mata en realidad a él mismo... y a los suyos, añadiría yo.  

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