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Nostalgia de Trump

El candidato republicano y expresidente Donald Trump el 1 de abril.

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En esta década de sobresaltos, uno de los momentos más peligrosos para el mundo tiene fecha: el 5 de noviembre, cuando se celebran las elecciones presidenciales de Estados Unidos y Donald Trump tiene opciones creíbles de volver a ser presidente. 

Parte del electorado estadounidense está muy preocupado por el riesgo de sus inclinaciones autoritarias para su propia democracia, y voces expertas incluso temen “una dictadura”. Al resto del mundo también debería preocuparnos el desprecio de Trump por el sufrimiento ajeno, su desinterés por las libertades en cualquier lugar y su atracción por los aprendices de dictadores. 

Uno de los fenómenos más curiosos de estos tiempos en los que tenemos la atención tan fragmentada es el olvido incluso de los hechos más recientes. Olvidar es un mecanismo natural de supervivencia y la capacidad de borrar sobre todo los detalles de los momentos y las relaciones peores es una función esencial de la memoria humana. Sucede con los hechos personales y con los colectivos. Por ejemplo, las dificultades para estimar el tiempo transcurrido y recordar eventos durante los años de la pandemia son habituales en las sociedades que más la sufrieron. 

A veces estos borrados también pueden hacer que repitamos individual o colectivamente errores en circunstancias parecidas. Pero el olvido del caos y las múltiples crisis duraderas que trajo Trump a su país y al resto del mundo tiene el riesgo único de una repetición mucho peor. 

Las encuestas de Gallup siguen preguntando por la gestión de los presidentes de Estados Unidos una vez que han dejado el cargo, y es muy habitual que con el paso del tiempo y la falta de ataques partidistas a ese político el recuerdo de su presidencia sea mejor que la valoración de su mandato mientras estaba sucediendo. En algunos casos, esto se ve amplificado por las circunstancias y los rasgos del sucesor. De hecho, el presidente Barack Obama, que ya acabó su presidencia con una valoración más positiva que negativa, ha tenido un salto al alza de 15 puntos en su popularidad respecto a la media durante sus ochos años de presidente, como muestra un análisis del New York Times con los datos de Gallup.

Incluso presidentes muy impopulares, como George W. Bush, han mejorado su imagen fuera de la Casa Blanca. En ocasiones, se debe a su labor después de la presidencia, como es el caso de Jimmy Carter, que perdió después de cuatro años turbulentos, pero mejoró mucho su imagen por sus esfuerzos filantrópicos para luchar contra la pobreza, las enfermedades infecciosas y los conflictos por el mundo. 

Las excepciones son Lyndon B. Johnson, que aprobó legislaciones por la igualdad racial revolucionarias para la época, pero quedó muy tocado por la guerra de Vietnam, y Richard Nixon, que fue un presidente popular pero se desplomó tras el escándalo del Watergate y su dimisión y nunca logró recuperarse. 

Trump, impopular durante su presidencia e impopular como candidato, ha conseguido mejorar sus marcas en el recuerdo de cómo fueron sus cuatro años en la Casa Blanca. Mirando a las encuestas del Times la percepción ahora de cómo gestionó la economía entonces ha mejorado 10 puntos respecto a 2020 y la idea de cómo dejó el país lo ha hecho nueve puntos. Incluso son más los que recuerdan que Trump “unió al país”. Estamos hablando del hombre que se negó a reconocer su derrota e incitó el asalto del Capitolio para alterar el resultado de las elecciones presidenciales. El país sufre la división más marcada en décadas.

La nostalgia de Trump puede ser la nostalgia de uno mismo un poco más joven, pero considerando que se fue en mitad de una pandemia, en plena emergencia económica y con violentas protestas en las calles cuesta imaginar cómo nadie puede echar de menos su yo de 2020. Incluso más allá de Estados Unidos ya se escuchan algunas voces, sobre todo en la extrema derecha, aunque no solo, que recuerdan el desinterés de Trump por el mundo como una ventaja. Pero no hay más que ver quién espera con ganas su vuelta a la Casa Blanca para temerse lo peor y recordar qué hizo el presidente y de quién era más amigo.

Vladímir Putin, cuyos esbirros suelen defender a Trump con un entusiasmo sonrojante, ya está disfrutando de la ventaja de que los republicanos no se atrevan a llevar la contraria a su candidato y no acepten ni debatir en el Congreso la ayuda a Ucrania. Y cómo no pensar que en Israel Benjamin Netanyahu está forzando la mano a Biden porque cuenta con que el demócrata puede no ser el presidente en unos meses. Netanyahu presumía en 2019 hasta en sus póster electorales de su sintonía con Trump, el aliado perfecto que reconoció Jerusalén como la capital de Israel nada más ganar las elecciones y trasladó allí la embajada de Estados Unidos, cortó drásticamente la ayuda a los palestinos que luego Joe Biden restauró, y tomó algunas de las decisiones más arriesgadas para la región hasta ahora, como matar en enero de 2020 con un drone a Qasem Suleimani, el general iraní encargado de operaciones en el exterior. 

Los críticos de Biden, especialmente desde la izquierda, deberían hacer el pequeño esfuerzo de recordar quién era y qué hizo Trump. El tiempo no le ha hecho mejorar, sino llenarse de la ira con la que promete abiertamente castigar a críticos y rivales, mientras ahuyenta a cualquier moderado interesado en la gestión del país. Él está pensando en su entorno más inmediato, pero el resto del mundo tampoco se libraría de las consecuencias.

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