Subir a toda velocidad la cuesta de un castillo medieval: las fiestas de los Caballos del Vino en Caravaca de la Cruz

Hacia las siete de la tarde del jueves 2 de mayo de 2024, la peña Al-Bino de las fiestas de los Caballos del Vino de Caravaca de la Cruz (Región de Murcia) –declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO- gana el premio al mejor manto bordado del concurso de enjaezamiento. Pero eso es algo que sus miembros, varias horas antes, a las cuatro de la madrugada, todavía no se imaginan. 

“Nuestra aspiración es ganar. Después ya veremos lo que sucede. Hemos echado toda la carne en el asador. A la gente le gustó mucho la exposición -del 1 de mayo, el primer día de las fiestas-. Muchos salieron muy emocionados. Era como estar en un museo”, dice uno de ellos, Paco, que llega a un garaje ubicado en una calle cercana a la Gran Vía. Ha quedado allí con unos diez compañeros de la peña para vestir a su caballo. A primera hora de la tarde se celebrará, entre una marea de gente, una competición que evoca la leyenda de un grupo de caballeros cristianos que rompieron el cerco enemigo en torno al castillo de la ciudad.

Las diferentes piezas del manto están ya dispuestas sobre una hilera de mesas plegables. “Este año hemos querido hacer una fusión de colores. Desde el oro en la parte trasera hasta la plata en la delantera. Con tonos azules y malvas. Todo ha sido bordado a mano. Hilo por hilo, punto por punto”, explica a su lado Antonio, mientras comprueba que cada parte encaja en una base de velcro que se colocará sobre el animal. Ahora mismo está siendo preparado en una cuadra, en las afueras de Caravaca. Allí lo lavan, lo cepillan y le recogen el pelo de la crin y la cola. Después lo traerán a este garaje para que todas esas piezas repartidas como un puzle inconexo tomen la forma de la ropa que llevará a la peña a lo más alto del concurso.

“Lo terminamos -el manto- hace solo unos días. El martes por la noche. Es un trabajo muy largo y costoso. Desde junio ya comenzamos a diseñarlo. Y en septiembre el equipo de bordadoras comenzó a trabajar. Puede conllevar perfectamente más de 10.000 horas de trabajo, con un coste total de unos 60.000 euros”, explica Antonio. Atento a los preparativos, quitando objetos de en medio para cuando llegue el caballo, Carlos, un uruguayo que vino a vivir al pueblo hace 26 años, recuerda la emoción de ver por primera vez las fiestas. Y explica cómo, desde entonces, no ha podido separarse de ellas. “Todavía se me pone la piel de gallina. Lo digo de corazón. Cuando las vi supe que me iba a enamorar de Caravaca”. Señala hacia la tela dorada que resalta contra una penumbra nocturna solo mitigada por la luz del techo. “Es el manto más caro que hemos hecho”, dice.

La tensión de vestir al caballo

Una furgoneta con remolque se detiene afuera. Esther, otra de las compañeras que han acudido a la cita de madrugada, abre la puerta del garaje y se asoma. Es el caballo. Rompiendo el silencio de la noche, sus cascos resuenan en el asfalto de la calle con un ritmo pausado. Es muy alto y esbelto, y camina despacio, con el cuello erguido, con una pulsión imborrable de elegancia. Es un pura raza española y pesa aproximadamente 600 kilos, apunta. Sus ojos, ya en el interior de la nave, tienen un brillo sutil de acero. 

Empiezan a colocarle los mantos sobre el lomo. Esther se sitúa delante de él y le acaricia la cabeza. Es tranquilo y dócil. Apenas se mueve. A veces hace un amago y levanta un poco uno de los cascos, pero inmediatamente vuelve a apoyarlo en el suelo. La sombra del animal y de las personas que lo acicalan tienen una precisión de siluetas recortadas en cartulina. Es una tarea realmente difícil. “Te tiembla todo en este momento, porque tienes apenas unas horas -a las nueve de la mañana, el caballo debe estar en la plaza del Templete- y todo tiene que salir perfecto. Te juegas todos los meses de trabajo en muy poco tiempo. Todo tiene que ser tal y como se había calculado en el diseño. Es como vestir a una novia”, cuenta Carlos.

La prisa domina las caras de los compañeros. Hay piezas que en un principio no se ajustan a lo planeado. Tienen que cortar partes del velcro, y pensar, sin perder un solo segundo, en otras maneras de colocarlas para que todas encajen a la perfección. Acude al garaje el diseñador del manto. Le llaman Rivero. Es, dicen todos, el mejor diseñador de Caravaca. “Es cuestión de templar los nervios. De actuar con tranquilidad. Esto es algo que llevamos haciendo toda la vida”, afirma.

Como tranquilizados por esas palabras, todas las correcciones mínimas que han ideado con premura salen bien. Casi ha terminado de amanecer y el caballo está listo para salir. Durante la misa Caballista -que se prolonga durante casi una hora en el Templete-, el caballo, que se llama Albino, deberá permanecer en una calle paralela a la plaza. Allí se colocarán los que aspiran al primer premio de la máxima categoría del concurso de enjaezamiento. Los valorará un jurado anónimo que solo la dirección de las fiestas conoce. En calles adyacentes se colocará el resto de animales del resto de categorías. En total hay 56 caballos. Cada peña presenta uno.

Antes, sobre las ocho de la mañana, con la puerta aún cerrada y los preparadores apurando los últimos flecos para dejar el traje impecable, muchos miembros de Al-Bino van llegando a la calle de fuera del garaje. Esperan impacientes a que se descorra el cerrojo y puedan ver por fin el resultado final. Dentro, todos respiran aliviados, viendo al animal girarse, como luciendo su regalo. Lo llevan hasta la salida, y justo ahí recibe el aplauso de la peña al completo. Entonces comienza a sonar la música y, con ella, la celebración unánime.

Empieza la fiesta

Los puntos de oro y plata del manto relumbran al sol como guijarros húmedos. Falta poco para las nueve, y no hay una calle de Caravaca que no esté abarrotada de gente. Las autoridades calculan que llegará a haber en ellas más de 100.000 personas. La ciudad tiene una población de poco más de 20.000. Los cascos del caballo acompañan el ritmo de los pasodobles que entonan las bandas de música. Rivero, el diseñador, mira al grupo de Al-Bino y al caballo que avanza. “Ha quedado espectacular. Es algo que nunca se sabe. Hasta que -el caballo- no sale a la calle no te das cuenta de cómo queda al cien por cien, ni de todo el esfuerzo que se ha hecho para llegar hasta aquí”, cuenta.

“Después de tanto tiempo, estamos realmente orgullosos. Es excepcional. Hemos hecho todo lo que está en nuestras manos. Ahora queremos ganar el premio. A ver si hay suerte”, comenta Salvador, el presidente de la peña. Los caballos exhibidos junto al Templete ya se encuentran rodeados de gente, y de vez en cuando revolotean tensos y tienen que ser calmados por los caballistas. 

Antes de la carrera de la tarde se celebra un primer pasacalles, iniciado con una especie de entrenamiento. Sin esforzarse al máximo, caballos y carreristas ascienden por la cuesta de la Simona y recorren, desde arriba, las calles del barrio medieval de Caravaca. En ellas, los tejados están dispuestos a tan desiguales alturas que le dan a la ciudad un aire de accidentada ruina. La geografía azarosa de callejones es tan irregular que se intuye en ella las trazas de una arquitectura concebida al mismo tiempo como laberinto y atalaya. 

Al fondo, todavía a lo lejos, inalcanzable, puede verse entre algunas casas la torre principal y la muralla del castillo. Las peñas y sus caballos discurren por el laberinto entre una confluencia de hombres, mujeres y niños vestidos con camisas blancas y un pañuelo rojo atado alrededor del cuello. 

También existen, entre toda la fiesta, voces críticas que sacan a la palestra los aspectos negativos que ésta conlleva para los animales. Manel Aparicio, de la Red de Protección Animal de IUV Región de Murcia, resalta el estrés que les supone “el entorno que los rodea”. “Hay demasiada gente, y demasiado ruido. El animal tiene nervios continuamente. Están súper atentos a que no se les acerque nadie”, explica.

La propia organización de las fiestas puso en marcha hace varios años una serie de medidas con objeto de garantizar el bienestar de los caballos. Sobre todo, su salud física. Carla Aguirre es la responsable del equipo veterinario de los Caballos del Vino. Va siguiendo con sus compañeros el recorrido, y lleva una mochila al hombro con todo el material necesario por si hiciera falta actuar. 

Explica a elDiario.es que antes de las fiestas realizan controles exhaustivos a todos los caballos. “Tenemos, además, un puesto permanente, por si cualquier caballo tiene un imprevisto, y hay que suturar, o que poner un catéter. O si está muy nervioso y hay que inyectarle algún relajante. Todo lo vamos viendo durante el trayecto de cada uno. Estamos muy pendientes. También controlamos su estado antes de la carrera. Su ritmo, su frecuencia cardíaca, su tono físico, para que estén en perfectas condiciones de cara al esfuerzo”.

“El caballo más rápido de la historia de Caravaca”

Terminado el primer pasacalles en la Gran Vía, y después de un breve descanso, comienza, de nuevo desde el Templete, un segundo recorrido. Son las dos de la tarde. Ahora se dirigen hacia el castillo. Los caballos lo intuyen: se aproximan a la carrera. La gente sube hasta abarrotar la cuesta que dentro de unos minutos ellos escalarán al galope, a toda velocidad, junto con sus respectivos cuatro corredores. Tiene 80 metros de longitud, y una pendiente del 14%. Tendrán que hacerlo en el menor tiempo posible, a modo de contrarreloj. Ganará el más rápido. 

Uno a uno, los animales parten desde el Templete hacia la competición. Los caballistas que aún no han iniciado el recorrido pueden ver allí, a través de una pantalla gigante, cómo se desarrollan las carreras. Los corredores de la peña Artesano, Juan Antonio, Alberto, Sergio y Jesús siguen atentos los tiempos de sus rivales. Muchos corredores se caen intentando seguir el ritmo del caballo. La multitud que inunda la cuesta se abre para dejar paso al animal, pero es tan arriesgado que a veces, éste, que avanza asustado hasta arriba, choca con alguna persona y ocurre un accidente. 

El miedo a arriesgar su integridad física no parece influir en los miembros de Artesano. Sí lo hace la presión, a pesar de que lleven muchos años corriendo. Juan Antonio ha competido ininterrumpidamente desde los 12 años. Tiene 29. Alberto, desde los 15, y cuenta con 32. Ambos corren junto a las patas delanteras de su caballo. De su pericia depende que el animal se mantenga recto durante la ascensión. 

Siete amigos conforman la peña. En 2014 decidieron comprar un caballo que fuera veloz en una aldea de Galicia: Casitas de Ansemil. Fueron todos a recogerlo. Lo trajeron a Caravaca en una furgoneta. Juan Antonio lo señala. Ansemil -lo llamaron así en honor a su lugar de origen- da vueltas en círculo, inquieto, indomable. Precisamente aprovechan ese instinto salvaje para correr tan rápido. Es un purasangre inglés, delgado, de color grisáceo. Con él ganaron tres carreras seguidas en 2015, 2016 y 2017. En la segunda batieron el récord histórico de los Caballos del Vino: 7 segundos y 713 centésimas.

Les llega el momento de iniciar la subida al castillo. La tensión se va apoderando de los cuatro. “Cuanto más te acercas a la cuesta, más nervioso te pones. El momento más difícil para nosotros es justo al llegar, cuando el caballo ya sabe lo que le viene y se hace inmanejable”. En el camino, Alberto continúa siguiendo las carreras, pero ahora con el móvil. Todos saben que tienen muchas posibilidades de hacer el mejor tiempo. “Los nervios también nos vienen hoy porque queremos que salga bien, ya que va a ser nuestro último año corriendo. También el del caballo. Es mucho sufrimiento y muy arriesgado y ya estamos cansados. Nos gustaría despedirnos con una carrera perfecta”, dice.

“Lo único que queremos”, añade Juan Antonio, “es retirar al caballo como se merece. Es el mejor de la historia de Caravaca”. “A partir de ahora vamos a hacer que viva como un rey. Se lo ha ganado”.

“Corre lo más rápido que puedas”

Durante el recorrido del nuevo pasacalles, las voces de los festeros, entre la música, tienen el mismo sonido amortiguado de los cascos del caballo. Al término de la calle Mayor la pendiente se hace de repente más empinada. El cambio de rasante señala la ascensión definitiva. Justo entonces, el gran rumor se rompe en un escándalo de palmas y ánimos y gritos por megafonía que informan en directo del resultado del resto de carreras una vez van concluyendo. Para que una carrera sea válida los cuatro corredores deben llegar a meta agarrados al animal. Si durante todo el día la perspectiva del castillo parecía inalcanzable, ahora los caballos caminan por la misma ladera donde se construyó, bajo las verticales umbrías de los pinos. Delante, en la cuesta que en ningún momento se llega a ver, bajo la muralla, hay una marea de gente. 

“Ahora solo pensamos en correr”, explica Alberto. “En ese momento, antes de salir, la mente se nos queda en blanco”, le sigue Juan Antonio. “Ya, cuando estoy corriendo delante y veo la muralla de gente abriéndose, solo pienso: corre lo más rápido que puedas”, relata. Los cuatro amigos se conjuran junto al caballo. Le dan palmadas en la parte trasera. Intentan calmarlo. El animal relincha y hace el intento de pegar un salto. Como nadando en arena avanzan hasta alcanzar el punto de acceso a la línea de salida. Entonces las voces de la gente que los rodea se amortiguan disgregándose en un rumor muy semejante al silencio. El tiempo se para.

Tras unos giros bruscos, el caballo sale disparado hacia delante. Los corredores y Ansemil se alejan dejando atrás una nube translúcida de polvo, y su imagen brevísima corriendo hacia arriba se borra enseguida por la multitud, que se abre como señalándoles el camino único que deben seguir y se cierra inmediatamente en torno a ellos. Corren hasta que les tiemblan las piernas. Agitan las manos. Cuando cruzan la meta ya han sido borrados por el abanico humano. Hay un instante de estupor. Más allá de la fatiga, consiguen frenar al caballo, y la misma voz multiplicada por las resonancias de los altavoces ofrece un veredicto y un tiempo exacto: “Carrera válida”, “ocho segundos, trescientas cuarenta centésimas”.

Se colocan en primera posición, aunque el último caballo en correr, Piropo, de la peña Retorno, se la arrebata por apenas treinta milésimas de segundo. Cuando acaba el espectáculo la cuesta se desaloja en un pestañeo. Toda la multitud que la había colmado está ahora en el interior la muralla. Desde allí, el castillo es un ejemplo perfecto del paso del tiempo, de la prevalencia de las tradiciones, del amor de su gente por ellas. Al anochecer, en la Gran Vía, que recibe la marcha de un desfile de las otras fiestas paralelas de la ciudad, las de Moros y Cristianos, la fachada de piedra del castillo es iluminada como un relámpago por reflectores naranjas. Aún siguen asomadas a sus miradores personas diminutas con ropas blancas y rojas, como saludando al pueblo entero. No quieren dejar que este 2 de mayo se extinga nunca. No lo hará en su recuerdo.