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La sonada resurrección del silbo gomero

Un hombre ejecuta el silbo gomero.

Javier Rada

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Nadie sabe cómo llegó allí. Si lo trajeron tribus ignotas o si creció entre los barrancos espontáneamente, como la siempreviva, el arbusto endémico… Solo se afirma que el silbo es La Gomera y La Gomera es su silbo. Un trozo de tierra atlántica perdido más allá de la pesadilla de Ulises y un silbido que cuando lo escuchas parece el soplido del último estegosaurio vivo… 

Si no conoces la isla, una de las más pequeñas del archipiélago canario, la más salvaje, hazte la idea de un paraíso difícil: volcanes extintos, mapas de lo accidentado, pobreza ancestral, soledad oceánica. Una tierra tatuada por esmeralda vegetal. Terribles caídas enfilan las carreteras exangües. Casitas de manto blanco desperdigadas por lomas como cabras que buscan la teta del cielo. 

Hay que conocer La Gomera para entender su forma silbada; patear su orografía para asimilar por qué el silbo, un lenguaje secundario, articulado, que multiplica con silbidos, cual altavoz primitivo, el habla natural, arraigó allí. Hoy está reconocido como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco. Forma parte del currículo reglado en las escuelas de la isla. Aulas donde los niños silban en la clase de lengua y se pasa lista con pitidos. Niños con pájaros en sus gargantas y no en sus cabezas. 

Por su geografía, la isla mantiene parte de su esencia en un planeta donde el turismo ha carcomido la paz de los guijarros, colonizado tetas, playas y espíritus. La Gomera aún desliza aquella teomaquia que soñó el griego. Theos, del dios natural; makhia, de lucha, guerra de los elementos (aire, fuego, agua, tierra), y fue una gran batalla… 

Hace unos doce millones de años, el ardiente océano también silbó: así se formó un territorio volcánico, redondo y excepcionalmente abrupto (369,76 km²), organizado en profundos barrancos radiales (como un exprimidor de naranjas), con escasos valles abiertos y una poderosa meseta en el centro. Hay montaña negra y roja, caminos angostos y peligrosos; bosques tupidos y selváticos, ¡fosforescentes!, la laurisilva subtropical ordeñada por las brumas del Garajonay (hoy parque natural y senda de duendes); y el constante abrazo del mar, la asfixia de la totalidad, entre mordiscos de precipicio y unos pocos puertos robados por el primate al mineral. Así es La Gomera. La región europea con mayor cantidad de especies endémicas, y no solo de fauna y flora. ¿Cómo comunicarse en ese lugar aislado antes del móvil y el satélite y hasta de la escritura? ¿Cómo vencer el abismo del barranco perpetuo? 

Bienvenidos al Jurassic Park de los lenguajes humanos… 

Fue un mundo largo tiempo cerrado, razón por la que se ha conservado allí este lenguaje silbado. La idea es ingeniosa. Usar un silbido que imite a la impotente lengua natural, que pueda superar el abismo aprovechando la musicalidad del barranco. Y hacerlo solo con el aparato fonador, el viento del pulmón, lanzándolo como un parapente. «Consiste en pasar la palabra hablada a palabra silbada», explica Eugenio Darias, excoordinador del proyecto de la enseñanza del silbo en La Gomera. 

No es una lengua en sí, porque su lengua base es ahora el castellano, como antes seguramente lo fue el idioma del bereber (los nativos de aquellas islas, procedentes del Magreb, previos a la conquista de los castellanos). «Lingüísticamente es un lenguaje secundario, de la misma estirpe que la escritura, el morse, el braille, o las banderas de señales marítimas. Con unas señales silbadas, lo que hacen es sustituir las señales de la lengua hablada», explica Marcial Morera, catedrático de Lingüística de la Universidad de La Laguna. Es agarrar el fonema, reducirlo al mínimo, convertirlo en un misil, y lanzarlo contra el espacio. 

El grito humano muere contra las piedras. La línea recta del mapa es engañosa. «Es por ello que ese silbo de pastores en La Gomera lo pulieron, hasta lograr formar un verdadero lenguaje silbado articulado», apunta Darias. Si alguien moría en una punta de la isla, de barranco a barranco, el mensaje podía cruzar el territorio. Si alguien necesitaba al médico, aquellos soplidos transportaban el aviso a la costa. 

Antiguamente, explica Kiko Correa, maestro silbador y actual coordinador del proyecto educativo de la isla, había lugares estratégicos donde se situaban familias que, además de vivir en esa zona y atender a su ganado, hacían como de antena. «Eran como puntos de vigilancia, si sucedía cualquier cosa, se silbaba de un puesto al otro, y en muy poco tiempo recorría la isla. Era como tener un teléfono en el bolsillo cuando ni siquiera el teléfono se había inventado», dice Correa. 

Un potente invento. El silbo gomero ostenta hoy el Récord Guinness de la conversación entre dos personas que más distancia ha cubierto sin utilizar instrumento de apoyo. Voló ocho kilómetros y se entendieron. «No es fácil ni habitual alcanzarlo», explica Correa. Es también un misterio por qué solo se conservó o apareció en esa isla… 

Las leyendas narran que lo usaron los aborígenes contra los usurpadores, lo cual es probable. La conquista de La Gomera fue complicada, por su orografía y por la influencia del enemigo portugués. En 1440 ya estaba conquistada —o más bien ocupada—, pero no se empieza a hablar propiamente del silbo, en los textos escritos, hasta finales del siglo XVII, en un episodio narrado por Marín de Cubas, médico e historiador canario. 

Se cita allí el enamoramiento proscrito de un conquistador, Hernán Peraza, señor de la isla, con una nativa. Se dice que los indígenas silbaron venganza. «Se utilizó para comunicar que se iba a matar a Peraza porque había incumplido las leyes de los aborígenes», explica Correa. En poco más de una hora, como si en el salvaje parque hubiera despertado una horda de estorninos, toda la isla sabía que Peraza había caído. Puede que la anécdota no sea real (Marín de Cubas nunca explicó de dónde había salido, según Morera), pero ejemplifica la potencia del silbo. Durante la Guerra Civil y la posguerra, el franquismo lo prohibió, bajo pena de cárcel, por este motivo. 

El primero en decir que el silbo es gomero y un lenguaje articulado fue Juan Bethencourt Alfonso, en el siglo XIX. Luego, estudiosos alemanes e ingleses, como André Classe, se fijarían en él. Posteriormente, ya entrado el siglo XX, Ramón Trujillo, catedrático de la Universidad de La Laguna y experto en fonología, haría los estudios más serios y completos, y se crearía la cátedra de silbo en la universidad. Determinarían que el silbo era un ingenioso sistema fonológico reducido a seis elementos (dos vocales y cuatro consonantes, aunque hay discusión al respecto). Se dieron cuenta de que tenía mucho que decir sobre la teoría de la comunicación y la identidad canaria. 

«O bien entró con los bereberes que llegaron a La Gomera o bien nació en la isla», dice Morera. Nadie lo ha demostrado. En el Alto Atlas (Marruecos) subsiste todavía hoy un silbo idéntico. Según esta tesis, los castellanos, obsesionados por evangelizar al indígena, acaso se dejaron evangelizar por el ‘móvil’ de los nativos. «Se conserva por la gran utilidad que tiene en la isla. Con el silbo te ahorrabas medio día de camino para hablar con una persona», explica Correa. 

Si se pudo dar muerte a Peraza palabra por palabra es porque el contenido del silbador es el mismo de la lengua hablada que se utilice como soporte. Se puede silbar en español, inglés o alemán (como intentan hoy los turistas). «Tú silbas lo mismo que hablas», dice Correa, que lo aprendió en la cuna, en una familia de siete hermanos y a los que su padre los «llamaba más por el silbo que por la voz». 

Se trata de imitar los fonemas y hacer frases con silbidos, venciendo con la práctica las limitaciones físicas. Es aire contra labios y dientes, con la parte delantera de la boca inmovilizada por los dedos. Difícil. «La gramática es la misma, el vocabulario es el mismo, pero utilizado de forma precaria», añade Morera. Es como el atleta que estira al máximo las posibilidades del fonema castellano. «Carece de palabras propias, pero, en cambio, sí tiene una estructura fonológica propia e independiente», asegura Darias.

Se conserva por la gran utilidad que tiene en la isla. Con el silbo te ahorrabas medio día de camino para hablar con una persona

Kiko Correa Maestro silbador y coordinador del proyecto educativo de la isla

Cuanto más se reduce o acota el contexto, mejor se entiende el silbido. «No podemos reproducir todos los fonemas de la lengua hablada silbando», afirma Correa. Es decir ‘buenos días’ en potente tono: ‘Fiiiiinossss-fiiiiias’… (con permiso de los estudiosos, así suena en la oreja del neófito). Se gana distancia, pero pierden vocales y consonantes. Ayuda conocer a tu interlocutor y su acento. Hay palabras que sonarán idénticas. «El aparato fonador queda reducido a muy poco, no se pueden hacer, por ejemplo, distinciones entre nasales y orales», explica Morera. 

Las cuerdas vocales no actúan en la creación de los signos, la lengua moldea. No se producen más que dos señales vocálicas, dos sonidos con voz propia. Una vocal aguda muy alta y una vocal grave muy baja. Los estudiosos lo representan como una ‘i’ y una ‘a’, «porque, cuando se escucha el silbido, esas vocales se parecen mucho a las de la lengua hablada», concluye Morera. 

Vocal grave (en principio, sin la posibilidad de la u y la o) y aguda (sin la e). Estas son al menos las acotaciones que han hecho los estudiosos. A este modelo pedagógico lo llaman silfateo. Pero los silbadores experimentados lo discuten, afirman que ellos pueden pronunciar más vocales y consonantes. En principio, solo hay también cuatro consonantes que usar. «Una consonante grave oclusiva, una grave fricativa, una aguda, adelantada en el paladar, oclusiva, y una consonante aguda fricativa o continua», dice Morera. Igualmente, por semejanza, se representan con una Ka, una Gue, una Ye, y una Che. «Se produce una equiparación, hay una correspondencia, con la k de la lengua silbada silban la p, la n, y la k de la lengua hablada», afirma Morera. 

Silvia Martín, maestra silbadora de escuela, discute el silfateo académico. Asegura que su canto tiene más matices. «Yo, por ejemplo, sí puedo silbar la t, no digo che, y puedo silbar supercalifragilísticoespialidoso», explica antes de demostrárselo a este cronista (que debe reconocer aquí que no entiende ni papa con mojo picón). 

Si se acorta la distancia, eso es seguro, aparecen «más consonantes y vocales de las que se dicen», añade Ana Luz Arteaga, también maestra de silbo, y cuyo método de enseñanza parte de reproducir con la mayor fidelidad las palabras de la lengua hablada sin entrar en dobles traducciones o correspondencias académicas. 

Discusiones aparte, las limitaciones están, y por eso les resulta difícil saber si están hablando de una gallina o de una ballena, pues suenan idénticas. El contexto es el que determinará el cetáceo o el gallináceo. Lo primero que tiene que hacer el silbador es poner al receptor en aviso. Usan un código, empiezan por un «Aaaaa… Felipe», porque el otro está perdido en los montes, incluso fuera de la vista. 

«No suelen emplear oraciones interrogativas, son interrogativas indirectas, porque la curva melódica interrogativa es difícil de escuchar en grandes distancias», apunta Morera. En el mundo agrario donde nació, tanto emisor como receptor ya saben más o menos qué puede silbar el otro. «Cada silbador tiene un diccionario en su cabeza», concluye Morera. 

Y aun así, aquellos humanos antiguos consiguieron entenderse y transmitir información a grandes distancias. «Es la gran ambición del ser humano, responder el problema de la limitación de la lengua natural», dice Morera. La escritura solucionó el tiempo; el silbo, el espacio. 

Esta maravilla del ingenio, sin embargo, estuvo a punto de morir, en los sesenta y setenta del siglo pasado. La pobreza de la isla, la migración y la desolación de los campos hizo que estuviera cerca, con los últimos ancianos llamando en las cumbres sin apenas respuesta, como el pájaro que ha perdido a su madre al caer del nido. 

La aparición de la telefonía, primero fija y luego móvil, parecía ser la guadaña final. «El silbo dejó de usarse, no servía para nada, y además tenía muy mala prensa», añade Morera. Era cosa de magos, como llaman en Canarias a los campesinos. Por suerte, entusiastas de la cultura isleña, como Isidro Ortiz, lo vieron al revés en la década de los noventa. 

Empezaron a proponerle a los colegios de la isla dar clases extraescolares a los niños, apoyados por las asociaciones de padres y madres. Tuvo éxito: los alumnos aprendieron a comunicarse. Dos maestros silbadores, dos personas mayores que lo conocían de manera tradicional, Ortiz y Lino Rodríguez, atendieron a todos los centros de la isla, como monitores y apoyo en la enseñanza de lengua. 

El parlamentario Pedro Medina instó en 1997 al Gobierno de Canarias a que lo introdujera en el sistema educativo, y se creó una comisión técnica. Desde 1999 es obligatorio en las escuelas de La Gomera, y opcional en las otras islas. A todos los alumnos se les da una clase lectiva de silbo por semana, de unos 25 minutos, tomando parte del horario dedicado a la asignatura de lengua castellana, desde primaria a cuarto de la ESO.  «Cuando se empezó a dar clase, la presencia de la mujer fue un cambio notorio, porque tradicionalmente era solo la que recibía el mensaje o la que mandaba el aviso para comer», asegura Silvia Martín, que recalca, tras ocho años dando clase, que hoy las niñas son las que más silban. 

Este lenguaje amenazado, además, logró ser reconocido en 2009 como patrimonio de la humanidad por la Unesco, lo que generó un «espaldarazo brutal», según Correa. Es curioso que una isla tan pequeña tenga dos tesoros patrimonio del mundo: el Parque de Garajonay y su lenguaje cantado. Estos procesos salvaron al silbo de su extinción y hoy, irónicamente, todos envidian a los gomeros por conservar la extrañeza comunicativa, el estegosaurio de los lenguajes humanos.

Lo usan (de un modo más o menos habitual) los jóvenes que vuelven a jugar con el aire en los campos sin todavía cobertura, como quien tiene una pieza de museo en su garganta. «Todo dependerá de ellos», vaticina Arteaga. No existe ningún censo de hablantes o practicantes (se está en ello, según Darias), pero cuando Arteaga sube al monte y alguien le responde, se le erizan los pelos. «Siento orgullo, tenemos el silbo en la sangre, es como el ADN de los gomeros», concluye Martín. 

Aunque sea una utopía que vuelva a tener su papel práctico ancestral, abuelos y nietos vuelven a entenderse en las lomas bañadas por brumas, y si silbas esto bien en tu cabeza, te darás cuenta de que es hermoso. El silbo y la siempreviva gigante comparten más que un hábitat y un adjetivo. En la isla de los cantos, todo silba: el viento, el mar, el pájaro, el volcán, y ese ingenio que nos hizo humanos.

Dónde escuchar el silbo

Un silbido vale más que catorce mil caracteres. Si quieres saber cómo suena este lenguaje secundario, en la web hay distintas referencias. En este canal relacionado con la Unesco tienen un documental sobre el silbo, en el que aparecen algunos de los entrevistados en nuestro reportaje:

https://www.youtube.com/@catedraunescoforumuniversi2328

En el Instagram de la Asociación Cultural Silbo Gomero aparecen varios ejemplos de silbadores, así como cursos:

En la cuenta del Cabildo de La Gomera (@cabildodelagomera6300) se puede encontrar información y el spot titulado ‘Silbo en la sangre’:

En el canal de la Unesco en español también hay un documental: 

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