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Miedo, autocensura y corrección política: vuelven las guerras culturales

Celia Mayer, concejala de cultura en el Ayuntamiento de Madrid

Jaron Rowan

Todo parece indicar que estamos a punto de entrar en una nueva contienda, las guerras culturales. Así se denominó a una serie de conflictos que dominaron el debate cultural de la década de los 90 en Estados Unidos. Grupos de poder vinculados con la derecha más reaccionaria se organizaron para entorpecer, boicotear y censurar espectáculos, exposiciones, conciertos, etc. organizados con fondos públicos bajo el pretexto de que atentaban contra la moral, el espíritu nacional o los principios básicos de la religión.

En el fondo del asunto, latía la frustración de los sectores más reaccionarios ante la popularidad creciente de Bill Clinton y su tímido programa de reformas sociales. Lo que no se pudo ganar a través de las elecciones se peleó de forma rastrera creando controversias en los medios, en las puertas de las instituciones culturales o a través de declaraciones cruzadas en las que los perdedores siempre eran los mismos: los artistas y el público.

Operación: hundir las instituciones culturales

Creadores como Andrés Serrano y sus fotografías de un crucifijo insertado en un bote de orines, las fotografías sexualmente explícitas de Robert Mapplethorpe, la virgen negra de Chris Ofili o el grupo activista por los derechos de gays y lesbianas ACT UP, por citar algunos de los más notables, se vieron atrapados en medio de la contienda, o utilizados como arma arrojadiza. Hubo daños colaterales, la teoría de la evolución de Darwin perdió protagonismo en los currículos escolares en detrimento del creacionismo, que era menos susceptible de herir susceptibilidades. Así, en la supuesta defensa de los valores morales y trabajando por defender “la libertad y a los niños”, grupos de presión denunciaron y se manifestaron en contra de cualquier exposición o manifestación cultural que consideraban atacantes de sus principios, es decir, los privilegios de blancos, conservadores y cristianos.

Los grandes vencidos de estas contiendas fueron sin duda las instituciones culturales. El NEA (organismo público encargado de financiar las artes) vio cómo se recortaba su presupuesto, al parecer no era lícito que se utilizaran fondos públicos para financiar obras “ideológicas”. Museos, teatros, salas de conciertos, etc. fueron los siguientes en padecer las guerras culturales, viendo cómo menguaban sus presupuestos y se convertían en objeto de escarnio público de forma constante. Una vez atacado lo simbólico se fue a por lo estructural, Buchanan se puso manos a la obra para impedir que los homosexuales tuviesen igualdad de derechos o que las mujeres entrasen en el ejército.

Lo que podían haber sido debates culturales, conversaciones en torno a políticas culturales, rápidamente se tornaron causas judiciales. El miedo no tardó en expandirse y con el miedo la autocensura. Las instituciones empezaron a negar la exhibición de ciertas obras de forma preventiva o a impedir que se realizaran determinados actos para no herir las sensibilidades de las diferentes comunidades. Los organismos que financiaban la cultura introdujeron todo tipo de normas y condiciones para evitar que pareciera que se financiaban obras susceptibles de ser controvertidas o leídas en clave política. Paulatinamente se fueron imponiendo la corrección política y la neutralización de cualquier aspecto trasgresor o crítico de la cultura. En definitiva, se dejó en manos del mercado toda forma de cultura disidente, experimental o antagonista. Como los sufragios no quisieron que la derecha estuviera dentro de las instituciones, se organizaron para desmantelarlas desde la calle. Actuaron como un chiquillo enrabietado al que le quitan un juguete y por ello decide romperlo. Siempre es complicado perder ciertos privilegios.

El régimen del miedo

En el Estado español estamos empezando a ver cómo acontece un fenómeno similar. Detenciones de músicos por expresar su opinión en Twitter, imputación a activistas feministas por sacar un “santo coño” en procesión, cierres de exposiciones por mostrar esculturas que ponen en crisis el poder soberano, el hipotético escándalo causado por que uno de los reyes magos llevaran una túnica rosa, o de forma reciente, la detención de dos titiriteros por supuesto enaltecimiento de un grupo terrorista inexistente llamado “Alka-ETA”. A esto hay que sumarle las denuncias contra concejales de Ahora Madrid, Zapata y Maestre, o la presión machacona contra la comisionada de cultura de Barcelona Berta Sureda y su “incapacidad de disfrutar de las bellas artes”. En definitiva, vemos cómo en nombre de la moral, del buen gusto o con el objetivo de salvar la tradición, se imponen criterios clasistas y se imposibilita que los cargos electos puedan desempeñar el encargo que le hizo la ciudadanía: hacer políticas culturales con el objetivo de democratizar las instituciones, liberarlas de corrupción y fomentar el bien común.

En las guerras todos perdemos algo. De la prevención a la autocensura sólo hay un paso. La imposición de la corrección política como herramienta para regular el qué y cómo se pueden decir las cosas va en detrimento de la espontaneidad y del pensamiento libre. A las instituciones les sale más barato no hacer que exponerse a una demanda. Las guerras culturales imponen un régimen de miedo, gradualmente programadores de instituciones se deciden por la opción menos controvertida o susceptible de alterar a la caverna. Se impone la mediocridad por miedo a herir sensibilidades, productos genéricos para no poder ser tildados de ideológicos. En resumen, se impone el “más vale prevenir que curar”, que se traduce en instituciones taimadas, discursos vacíos y apuestas por lo conocido.

Las guerras culturales permiten gestionar las instituciones a quienes no las han ganado de forma democrática. Hacen que se pueda contratar o destituir a personas, aplicar o cancelar programas culturales de forma aleatoria. Las guerras culturales pueden convertir en delito las palabras proferidas por una marioneta de trapo. Las guerras culturales transforman debates democráticos en costosas causas judiciales. Las guerras culturales entorpecen la legítima aspiración a tener instituciones más democráticas y transparentes. Las guerras culturales nos recuerdan que hay unas élites que no están dispuestas a aceptar que las instituciones no les pertenecen. Que hay unos pocos dispuestos a pelear de forma rastrera sus privilegios. Las guerras culturales están aquí para recordarnos que en este tipo de conflictos siempre hay un claro perdedor, en este caso, la cultura.  Por ello, lo más sensato frente a la guerra cultural es no meterse en ella. Lo mejor que se puede hacer ante cualquier guerra es evitarla. Frente al ruido mediático, lo más razonable es hacer lo que te ha encargado la ciudadanía: ponerte a hacer política.

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