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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

De cabo de la policía a juez

Gonzalo Boye Tuset

En momentos en que muchas instituciones están siendo abiertamente cuestionadas por un amplio sector de la ciudadanía no deja de causar sorpresa que una persona como Daniel De Alfonso pueda volver a ser Juez, mejor dicho, reincorporase a la carrera Judicial después del escándalo de la difusión de sus conversaciones con el Ministro Jorge Fernández Díaz; para algunos estamos ante un caso más de “puerta giratoria” pero creo que el problema es mucho más profundo.

El Consejo General del Poder Judicial lo ha autorizado en base a una aplicación estricta de las normas establecidas en la Ley Orgánica del Poder Judicial pero, seguramente, no se han tenido en consideración otros aspectos que, sin duda, desaconsejan que una persona como De Alfonso se reincorpore a la función jurisdiccional; y esto, sin perjuicio de otro tipo de responsabilidades que puedan derivarse de las conversaciones que todos hemos escuchado, o, simplemente, al CGPJ no le quedó más remedio que acatar la Ley lo que no implica que los ciudadanos comprendamos y aceptemos tal decisión fácilmente.

Los problemas generados a partir de su reincorporación a la carrera judicial se mueven en dos ámbitos: el primero el ético o moral y, el segundo, el ámbito legal de intensidad constitucional. Lo analizaremos.

Cuando los ciudadanos acuden ante la Justicia buscan, entre otras cosas, que sus intereses sean tutelados por personas que, en principio, se rigen por una serie de principios, valores y de las que se espera un elevado nivel de solvencia no solo técnica sino, también, moral. Las conversaciones entre Fernández Díaz y De Alfonso son lo suficientemente claras para poner en duda que este reincorporado Juez tenga esa solvencia moral que los ciudadanos demandan de la Judicatura.

Una persona que estaba planificando, siempre presuntamente, la utilización espuria de los medios del Estado para generar falsas causas penales en contra de sus adversarios políticos es, sin duda, alguien que dista mucho de reunir las características que se esperan de un Juez.

Pero junto a lo anterior surgen, y ya en el plano de la legalidad constitucional, dos problemas que, al igual que el anterior, tienen difícil solución, como son el respeto a la independencia del poder judicial y la garantía de imparcialidad que se le presume a todo Juez, que son dos caras de la misma moneda.

Según el artículo 117.1 de la vigente Constitución “la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la Ley”. En el caso de Daniel De Alfonso existen sobradas evidencias de que si hay algo de lo que también carece es de independencia, sus serviles manifestaciones evidencian que está, como mínimo, al servicio de Fernández Díaz y de su particular visión de lo que ha de ser la policía en un sistema democrático.

Sin independencia es imposible que la Justicia actúe pero, sobre todo, es improbable que se logre generar una imagen y sensación de confianza hacia uno de los poderes del Estado que, a fecha actual, resulta ser uno de los más cuestionados por la ciudadanía, tratándose, seguramente, de una percepción errónea que solo se refiere a las grandes instancias judiciales pero no a los miles de jueces que, día a día, cumplen con su deber constitucional en precarias condiciones.

Por otra parte, y dentro de los problemas de ámbito constitucional, debemos tener presente que los ciudadanos, en todo tipo de procesos judiciales, tienen reconocido en la Constitución el denominado “Derecho al Juez Imparcial” y esa imparcialidad no solo tiene que ser efectiva sino, como tiene dicho el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ha de ser, igualmente, percibida. Dudo que cualquier persona que se acerque a un Tribunal donde esté De Alfonso pueda percibir esa sensación de “imparcialidad”.

Es imposible sostener la imparcialidad de alguien que sabemos está dispuesto a plegarse, y se ha plegado, a los intereses espurios de un Ministro del Interior digno de una república bananera; la sombra de desconfianza hacia De Alfonso será tan alargada que impedirá que nadie, por muy nimio que sea su pleito, pueda sentirse tutelado por alguien dispuesto a servir a cualquiera en lugar de a Themis.

De todo lo que hemos escuchado decir a De Alfonso, lo más patético y que entraña un mayor desvalor impropio de ningún Juez es cuando, servilmente, le dijo a Fernández Díaz: “Considérame un cabo de tu cuerpo nacional”. La misma no tiene desperdicio y necesita ser analizada desde la perspectiva de lo que aquí estoy planteando.

Un Juez, que ha de ser necesariamente independiente, no puede, jamás, plantearse ser “un cabo” de nadie, mucho menos de un político porque ello, tal cual digo, genera un quebranto de dimensiones constitucionales.

Un Juez, que ha de ser obligatoriamente imparcial, no puede servir a un amo distinto que la Ley y, en el fondo, De Alfonso estaba haciendo era un juramento de vasallaje y lealtad a un político de cuya catadura moral hemos tenido sobrados antecedentes en estos años.

Un juez, que cumulativamente ha de ser independiente e imparcial y estar sometido exclusivamente al imperio de la Ley, no puedo ofrecerse a ser un vasallo de una policía política - “…de tu cuerpo nacional”; no olvidemos que el Cuerpo Nacional de Policía no es propiedad de nadie sino una institución, a fecha actual muy vapuleada, que ha de actuar, igualmente, bajo los principios de legalidad e imparcialidad al servicio de los ciudadanos.

En resumidas cuentas, la reincorporación de De Alfonso a la carrera judicial es una mala noticia, para la Judicatura y para la ciudadanía, porque no se puede pasar de cabo de una policía política a Juez independiente e imparcial. Sin duda, y así lo veremos, el resto de su carrera se convertirá en una sucesión permanente de recusaciones todas las cuales podrán ser sustentadas en sus propias manifestaciones y actos de vasallaje impropios de quien ha de administrar justicia.

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