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Halcones sobre el Peñón

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Gibraltar, una de esas cuestiones fundamentales que parece no importarle a nadie, navega finalmente hacia un acuerdo entre la Unión Europea y Gran Bretaña, al que se oponen –sin conocer su contenido-- los brexiters británicos y el club español de fans de Fernando María de Castiella, el ministro de Asuntos Exteriores de Franco que le echó el cierre a la Verja, convirtiendo a la Roca en una especie de Carabanchel a gran escala.

Desde el comité de control europeo de la Cámara de los Comunes, el montaraz sir Bill Cash cree que la negociación parece restarle soberanía a Gran Bretaña. Y, desde sus últimas semanas en el Parlamento Europeo, el sobrado escritor José Manuel García-Margallo entiende que estamos vendiéndonos por un plato de lentejas y tendríamos que aprovechar la vez para conseguir más concesiones. Esa es la prueba del 9 de que las conversaciones parecen ir por el buen camino. Si los halcones británicos creen que España va a tangarles y los españoles entienden que va a hacerlo el Reino Unido, es que existe margen para pensar que, por una vez en la historia, esta partida de ajedrez puede quedar en tablas sin que los reyes devoren a todos sus peones.

Este martes, José Manuel Albares, el ministro español de la cosa, vuelve al Senado –a este paso, debería instalar una litera en la Plaza de la Marina española-- para explicar lo que ya ha adelantado en torno al futuro Tratado sobre el Peñón, si es que existe futuro y si es que existe Tratado. A repetir probablemente lo que puede explicarse antes de su firma porque en el toma y daca de estos acuerdos internacionales debe preservarse el principio masónico de ser discretos aunque no secretos. ¿O es que, en esta delicada materia gibraltareña, se conoció al pie de la letra el Acuerdo de Lisboa de 1980 antes de su firma por Marcelino Oreja y Lord Carrington? ¿O el de Bruselas, de 1984? ¿O el del uso conjunto del aeropuerto de 1988, con el que la diplomacia española descorchó botellas de champán y no pudo ponerse en práctica nunca? ¿Qué se supo del fallido proceso para la cosoberanía, al pairo del trío de las Azores, que fracasó estrepitosamente en un referéndum gibraltareño, no vinculante pero demasiado explícito como para que el Foreign Office pudiera obviarlo? Aviso a navegantes: siempre que hemos soltado un órdago, hemos perdido el mus.

Tendría que haber existido más comunicación entre La Moncloa y San Telmo, de la que ha habido hasta la fecha. Sin embargo, mucho me temo que eso no obedezca a una conspiración a gran escala sino a uno de los no tan nuevos pecados capitales de nuestro país, como es la desconfianza mutua ante las frecuentes deslealtades institucionales

La Junta de Andalucía le reprocha a nuestro titular de Asuntos Exteriores que haya practicado una política oscurantista ahora y que el gobierno autonómico debiera haber estado al tanto desde el kilómetro cero de este largo recorrido que aún no se sabe si llegará a la meta final. Y tiene razón, al menos en la última parte de sus reproches. Ahí cabe colegir que nunca es tarde si la dicha es buena pero tendría que haber existido más comunicación entre La Moncloa y San Telmo, de la que ha habido hasta la fecha. Sin embargo, mucho me temo que eso no obedezca a una conspiración a gran escala sino a uno de los no tan nuevos pecados capitales de nuestro país, como es la desconfianza mutua ante las frecuentes deslealtades institucionales.

También asiste a los alcaldes del Campo de Gibraltar su creencia de que habrían tenido que verse más concernidos de los detalles del viaje y no conformarse con que les entreguen los billetes de embarque para un destino en el que no han tenido demasiado voz ni voto. Con matices: Arancha González Laya, como ministra de Asuntos Exteriores, ya mantuvo un encuentro con ellos en febrero de 2020, poco antes del confinamiento y meses antes del acuerdo de Nochevieja que marcó la hoja de ruta de las actuales conversaciones. También lo hizo, en noviembre de 2022, Albares, con el diálogo ya en marcha entre Londres y Bruselas.

España formaba parte de la expedición comunitaria y Gibraltar, con voz propia, del equipo británico. ¿Deberían haber estado presentes los responsables municipales de la comarca circunvecina a la Roca? Probablemente si pero, quizá, su ausencia obedeciera a la “ensalada de intereses” que ha denunciado el masivo alcalde de La Línea de la Concepción, Juan Franco. Quienes llaman “alcalde” al ministro principal de Gibraltar se equivocan: sería como llamárselo –casos muy distintos aunque no tan distantes-- a los presidentes de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. Las autoridades de todas estas plazas tienen competencias locales pero su responsabilidad abarca mucho más, con una salvedad notoria, la del mayor grado de autogobierno que mantiene la colonia británica que quiere que no se le considere oficialmente colonia.

En gran medida, los alcaldes de la españolidad que rodea al último bastión del britanismo europeo podrían haber articulado, desde 1985, una figura que, en determinados procesos negociadores, les mantuvo a bordo de las conversaciones, la de la Mancomunidad de Municipios del Campo de Gibraltar. Este organismo se creó de manera pionera en este territorio para que sirviese precisamente de interlocutor local en el proceso iniciado antes por el Acuerdo de Bruselas. ¿Por qué no conservó ese marchamo y vio reducido su papel prácticamente a la prestación del servicio de basuras y de agua? Tengo para mí que, como consecuencia entonces de las luchas intestinas del PSOE. Sin embargo, el Partido Popular la ha gobernado en diversas ocasiones y sigue haciéndolo en la actualidad, pero mantiene esa simple y meritoria función de convidada de piedra cuando debiera haber seguido siendo co-protagonista de este largo folletín diplomático.

El Tratado tampoco va a ser la panacea, eso está claro. Lo de la zona de prosperidad compartida es un mantra tan benevolente e improbable como el de la Constitución de Cádiz que pretendía que los españoles fuéramos justos y benéficos

Al menos, la comisión de Exteriores del Congreso de los Diputados está presidida ahora por el alcalde socialista de San Roque, Juan Carlos Ruiz Boix, y la del Senado, por el acalde de Algeciras, del PP, José Ignacio Landaluce. ¿Están sirviendo de algo dichas circunstancias? La respuesta la dejo en manos de los cronistas parlamentarios.

Que Albares tiene mucha prisa en firmar el acuerdo, le dicen cuatro años después de que se sustanciaran los acuerdos de Nochevieja. Pues si se lo tomara con calma, podríamos esperar a 2113, para cuando se cumpla el cuarto centenario del Tratado de Utrecht.

Que, mientras tanto, se queden las cosas como están, sugieren: desde enero de 2021, se viene manteniendo un régimen especial en el tránsito por la Verja que no puede estirarse como una chingua –expresión yanita que identifica al chicle y que procede de la voz inglesa “chewing gum”--. O dentro, o fuera de Schengen y sus fronteras inexpugnables. O como medio pensionistas, que es lo que se pretende con este acuerdo: un vestido prestado que les sirva a sus transfronterizos para no quedarse otra vez desnudos ante la historia.

Claro que, otra vez --y no me extrañaría nada-- la fumata blanca puede esperar a las elecciones europeas o a las británicas. ¿Estaría dispuesta la Comisión Europea saliente a aceptar lo ya negociado? ¿Lo harán los laboristas? Muy largo habría que fiarlo y seguro que vienen curvas ultramontanas después del 9 de junio.

El Tratado tampoco va a ser la panacea, eso está claro. Lo de la zona de prosperidad compartida es un mantra tan benevolente e improbable como el de la Constitución de Cádiz que pretendía que los españoles fuéramos justos y benéficos. Sin embargo, lo que nos llevaría al desastre es la inexistencia de un acuerdo y esa mano dura que exigen aquellos que se arrogan el monopolio de la palabra España. De seguir su doctrina, las relaciones fronterizas se convertirían en un infierno, al menos, para más de doce mil trabajadores compatriotas, condenados al heroísmo o a la desesperación: aún recordamos a este lado del mundo cuando Carlos Montoro exigía patriotismo a las matuteras que compravendían tabaco de contrabando cuando Altadis era el mayor exportador de nicotina a dicho territorio.

Sindicatos, empresarios, entidades sociales de un lado y otro de la Verja se han pronunciado a favor de un acuerdo y de que se firme ya. En contra, algunas de sus más ilustres señorías del Támesis o del Jarama, peleándose por un centímetro cuadro de soberanía aunque eso le amargue la vida cotidiana a esa otra parte del pueblo soberano que lleva tres siglos sirviendo de rehén a los sacrosantos intereses de dos Estados.

Gibraltar, una de esas cuestiones fundamentales que parece no importarle a nadie, navega finalmente hacia un acuerdo entre la Unión Europea y Gran Bretaña, al que se oponen –sin conocer su contenido-- los brexiters británicos y el club español de fans de Fernando María de Castiella, el ministro de Asuntos Exteriores de Franco que le echó el cierre a la Verja, convirtiendo a la Roca en una especie de Carabanchel a gran escala.

Desde el comité de control europeo de la Cámara de los Comunes, el montaraz sir Bill Cash cree que la negociación parece restarle soberanía a Gran Bretaña. Y, desde sus últimas semanas en el Parlamento Europeo, el sobrado escritor José Manuel García-Margallo entiende que estamos vendiéndonos por un plato de lentejas y tendríamos que aprovechar la vez para conseguir más concesiones. Esa es la prueba del 9 de que las conversaciones parecen ir por el buen camino. Si los halcones británicos creen que España va a tangarles y los españoles entienden que va a hacerlo el Reino Unido, es que existe margen para pensar que, por una vez en la historia, esta partida de ajedrez puede quedar en tablas sin que los reyes devoren a todos sus peones.