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Desigualdad, injusticia e insensibilidad “socialdemócrata”

Imagen de archivo de un hombre pidiendo dinero en la calle.

Pau Marí-Klose

Acaban de salir los resultados de la Encuesta de Condiciones de Vida de 2016. Con datos de ingresos de 2015, vuelve a constatarse que la desigualdad no se revierte en la nueva etapa de crecimiento económico. El coeficiente de Gini –que mide la desigualdad en una escala donde cero es el valor de una sociedad (imaginada) donde la desigualdad fuera mínima y 100 el de una sociedad donde fuera máxima– España se sitúa en 34,5, apenas una décima menos que el año anterior, a pesar de que 2015 fue un año de crecimiento económico (3,2 del PIB en 2015). En 2014 también había “descendido” una décima (con crecimiento de 0,7%). A este ritmo necesitaríamos más de dos décadas de crecimiento continuo para volver a los niveles de desigualdad de 2008, donde España ya se situaba en niveles medio altos de desigualdad en Europa.

Los seres humanos no toleramos fácilmente la desigualdad, y menos si entendemos que deriva de causas inmerecidas o es producto de la (mala) suerte. Un volumen ingente de literatura académica acredita esta aversión natural a la desigualdad. Numerosos estudios experimentales muestran que, bajo condiciones controladas en un laboratorio, individuos a los que se solicita dividir recursos entre un grupo de personas con las que no mantienen relación alguna previa, eligen repartos igualitarios. El sesgo es tan poderoso que, muchas veces, los sujetos prefieren incluso resultados igualitarios en los que todo el mundo gana menos que resultados en los que todo el mundo gana más pero es mayor la desigualdad entre los que más tienen y los que menos.

Estos experimentos resultan especialmente interesantes cuando se realizan con niños que apenas han sido socializados en normas y hábitos sociales. En un conocido estudio se invitaba a niños de seis a ocho años a repartir gomas de borrar de colores a dos niños (desconocidos) que habían ordenado su cuarto. Si se repartía un número impar de gomas, los niños responsables de la distribución insistían en que el experimentador lanzara la goma extra a la basura antes que distribuirla de manera desigual.

Evidentemente, los adultos –ya plenamente indoctrinados en saberes, normas y valores sociales– tendemos a tolerar desigualdades en situaciones reales, aunque en diferente grado en función de nuestra personalidad e inclinaciones ideológicas. Por lo general, creemos que algunos individuos merecen recompensas a su esfuerzo y otros “castigos” a su indolencia. Pensamos que estos incentivos y desincentivos inducen comportamientos virtuosos. Pero incluso así, no toleramos niveles de desigualdad elevados y estamos bastante bien predispuestos a corregirlos utilizando recursos colectivos extraídos a los más afortunados.

En general, los estudios basados en sondeos nos indican que los individuos prefieren vivir en sociedades más igualitarias que aquellas en las que viven, aunque no calibran adecuadamente el nivel de desigualdad que realmente existe. Tienden a infraestimarlo. Sorprendentemente, esta preferencia por mayor igualdad está presente incluso entre colectivos sociodemográficos que tenderíamos a pensar que prefieren el statu quo.

La inclinación al igualitarismo aparece perfilada claramente en muchas Teorías de la Justicia. En la que es posiblemente la teoría más conocida, John Rawls llega a la conclusión de que las desigualdades existentes solo son “perfectamente justas” si maximizan las expectativas de los que están peor (es decir, si maximizan el mínimo de un índice de ventaja). Cualquier distribución de recursos que no tiene en cuenta la suerte de quienes se encuentran en el extremo inferior de la distribución es inaceptable porque sería rechazada por individuos situados tras un velo de ignorancia –un ingenioso ejercicio mental que permite a Rawls deducir preferencias acerca de la distribución de recursos a partir de una posición original en que los individuos ignorarían cualquier detalle sobre sí mismos: su lugar en la sociedad, su posición de clase o estatus social, ni tampoco sus habilidades naturales.

El igualitarismo también está en el centro de la agenda política de muchas corrientes políticas, y en especial de la izquierda, que históricamente ha mostrado una particular sensibilidad por quienes sufren privaciones y situaciones de subordinación derivadas de ellas. Ese vínculo entre la desigualdad y la dominación lo sintetiza bien una célebre frase de Alfonso Guerra, parafraseando a Voltaire en el Tratado de la Tolerancia: “Lo que persigue un buen socialista es que nadie sea tan rico como para poner a otro de rodillas ni nadie sea tan pobre como para tener que arrodillarse ante otro”.

Es lo que pretende conseguir, por ejemplo, el Estado de Bienestar socialdemócrata a través de lo que los teóricos han llamado “desmercantilización”, que al convertir la provisión de ciertas transferencias y servicios públicos en un derecho social debilita la dependencia de las personas del mercado y los empodera frente a la explotación capitalista. La agenda institucional socialdemócrata contiene pues, ante todo, políticas centradas en la vulnerabilidad y la promoción de “capacidades para funcionar” que puedan corregir sus situaciones de desventaja.

Por todo ello, resulta tan ajena a la tradición socialista una frase que se está extendiendo, con distintas variantes personalizadas, entre muchos dirigentes del PSOE afines a Susana Díaz para justificar su abstención en octubre. A varios dirigentes les hemos escuchado repetir machacona y complacientemente “primero España, luego el PSOE, y después uno mismo”. En ese orden de prioridades se difumina hasta la desaparición el que ha sido el primer objetivo del socialismo democrático. Poner a España, en abstracto, por delante de cualquier consideración sobre los intereses de los más vulnerables supone afirmar un principio que el pensamiento igualitarista socialdemócrata ha tendido a negar: los “intereses comunes” no son necesariamente los intereses de los más débiles si no otorgan prioridad al bienestar de éstos últimos.

Zapatero tendió a olvidarlo durante su segunda legislatura. Aunque prometió una salida social a la crisis, hay muy poco a lo que agarrarse para confirmar que la ofreciera de manera efectiva. Los “intereses de España” terminaron prevaleciendo en el discurso y la obra. La reforma constitucional del artículo 135, por cosmética e inoperativa que en realidad pueda resultar, simboliza de manera palmaria esa inclinación a poner “España” por delante, relegando las necesidades de los españoles más vulnerables –prioridad que sí reconocería, en cambio, la propuesta de Pedro Sánchez de blindar el gasto social frente a los compromisos financieros de la deuda.

A la luz de los datos que tenemos sobre los efectos de la crisis desde el inicio –que evidenciaban el empobrecimiento de los más pobres en relación a los segmentos intermedios y altos– es dudoso que se estuvieran maximizando las expectativas de los débiles. Una crisis que se cebaba con los más débiles hubiera exigido una respuesta socialdemócrata que aliviara sobre todo la aflicción de los más desfavorecidos. Y esa respuesta no se produjo. Basta recordar que en un contexto de incremento acelerado de situaciones de privación –la carencia material severa pasó del 3,4% al 5,5% entre 2007 y 2011– el número de ejecuciones hipotecarias se triplicó ante la inoperancia gubernamental.

Lo que pasaba desapercibido o generaba indiferencia en la Moncloa, no lo hacía en la ciudadanía. Y el PSOE lo ha pagado muy caro, arrastrando la reputación de partido poco creíble en la lucha contra la desigualdad. Algunas de las mejores estampas de esa reputación derruida se han recogido magistralmente en los sondeos de la empresa My Word para el Observatorio de la Ser, dirigidos por la socióloga Belén Barreiro.

En noviembre de 2013, preguntados los entrevistados qué cuatro políticas o prioridades incluirían en un programa ideal de gobierno (entre cerca de una veintena), la respuesta más frecuente, con un 60%, fue “reducir las desigualdades y combatir la pobreza con políticas fiscales y políticas sociales”, muy por encima de otras prioridades. “Controlar la deuda y el déficit”, o “bajar impuestos”, era reclamado por un 29,3 y un 29,2% respectivamente. Entre los votantes socialistas, las preferencias por reducir la desigualdad y combatir la pobreza subían todavía más, al 73,8%.

El PSOE no había sabido dar respuesta a las preferencias de la ciudadanía, y sus votantes se lo hacían pagar. Un 25,6% de los socialistas que votaron PSOE en 2011 se mostraban de acuerdo con la frase: “El PSOE ya no representa a la clase trabajadora, ni a las clases medias; defiende sobre todo los intereses de las clases altas y de las elites”.

Dos años más tarde, otro sondeo de My Word administrado en marzo de 2015 evidencia la pervivencia de estas actitudes. Preguntados los entrevistados “cómo de comprometidos (creían) que cada uno de los partidos esta(ba) con la lucha contra la desigualdad y la pobreza”, la ciudadanía situaba a Podemos muy por delante del PSOE. El 40,8% de los votantes creía que Podemos estaba muy o bastante comprometido. Solo el 9,9% creía que lo estaba el PSOE. Para mayor escarnio del PSOE, el 26,6% de los votantes del PSOE creían que su partido estaba muy o bastante comprometido, pero un porcentaje sustancialmente mayor de los votantes socialistas (59,6%) otorgaban a Podemos ese grado de compromiso.

Dicho de otro modo, la pérdida de credibilidad del PSOE es, seguramente en buena medida, una pérdida de confianza en el compromiso del partido en un asunto que interesa sobremanera a sus clientelas electorales, reales y potenciales. Pensar que puede recuperarse esa confianza apelando de nuevo a argumentos de interés general sin una fuerte apuesta por la justicia social parece un ejercicio de ingenuidad que el PSOE, a estas alturas, no puede permitirse. Ni debe si, en nombre de un sentido más amplio del interés social, aspira a preservar las opciones de una fuerza socialdemócrata consecuente con sus ideales como contrapeso a la solidez granítica del suelo electoral del Partido Popular.

Los contenidos de este artículo han sido comentados con Borja Barragé y Laura Fernández, a quienes agradezco sus generosas aportaciones

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