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Estado y confesiones religiosas: La conveniencia de no desentenderse y cooperar

Alumnos de Bachillerato en un instituto.

Andrés Ortega

El artículo de 16 de la Constitución de 1978 “garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades”, y señala que “ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. ¿Hay que tocarlo? Puede no resultar conveniente. Y no todas las razones tienen que ver con la Iglesia Católica. Pues España ha cambiado con respecto a 1978. Ha vuelto a ser plurirreligiosa.

Primero está la realidad social. Aunque los españoles se declaran en menor número católicos, estos siguen siendo una abrumadora mayoría: 67,9% en 2014, menos entre los jóvenes (frente a 83,1% en 2000), según el CIS. Practicantes, muchos menos (16,9% en 2014, lo que sin duda preocupa a las autoridades eclesiásticas católicas). Una muy alta proporción de los electores socialistas, no digamos ya del PP y es de suponer que de Ciudadanos (por no hablar de Convergencia, el PNV u otros), se declara católica, con lo que sorprenden aún más ciertas propuestas de reforma de ese artículo, que además necesitaría para ello el concurso del Partido Popular, como poco, para salir adelante.

Pero cuidado, incluso para muchos no creyentes, su virgen o su santo local o general, son referentes (y son asuntos que se hunden en la noche de los tiempos paganos y las realidades profundas de los ritmos de la naturaleza a los que siempre se ha sabido adaptar la Iglesia). O los ritos. Recuerdo como el querido y gran antropólogo Julio Caro Baroja, comentó hace años tras una ceremonia civil en la que participó, que había que impulsar los ritos civiles para competir con los religiosos, pues estos últimos resultaban mucho más atractivos. Se ha mejorado en muchos aspectos, pero aún de forma insuficiente. La Iglesia gana en tres que son esenciales en cualquier sociedad: la celebración del nacimiento o bienvenida a la vida (el bautismo), el matrimonio (las bodas religiosas), y las despedidas de la vida (los funerales). Incluso ante la llegada a la pubertad o el paso de la infancia a la adolescencia (la primera comunión) que la laicidad suele ignorar.

El artículo 16, y otros de la Constitución, no han impedido el divorcio, el aborto ni el matrimonio homosexual. Tampoco que se suprimiera la obligatoriedad de la enseñanza de la Religión (y de que dejara de convertirse en asignatura puntuable), en un momento o que se reinstaurara en otro. El problema, como se ha demostrado con la vuelta atrás en esta materia con el actual gobierno del PP, no está en la Constitución sino en la política, no está en el Estado sino en el Gobierno. Y también en el peso excesivo y los privilegios de la Iglesia Católica. España debe ser de los pocos países de la UE donde aún se plantea este debate (y hay varios que tienen religiones oficiales, como la anglicana en el Reino Unido, una de las sociedades más descreídas de Europa).

¿Es la solución separar totalmente Estado y confesiones religiosas? Y digo muy bien confesiones, no religiones. Cuidado. Porque si en 1978 eran casi inexistentes, y los redactores de la Constitución no podían preverlo, ahora hay en España casi dos millones de musulmanes y siguen aumentando (donde más, en Cataluña). Puede ser muy conveniente que el Estado impulse una mayor cooperación sobre el tipo de enseñanza que se imparte a los jóvenes de esta confesión en España. Pues si no lo hace, serán el dinero saudí y las ideas wahabistas radicales las que se impondrán (con los tentáculos de Marruecos, moderado, en segundo lugar). En la anterior legislatura se fomentó en España desde los poderes públicos la elaboración de libros de texto en español para niños y niñas musulmanes (y evangélicos y judíos). Es una tendencia que ha continuado después a influir algo en el mundo musulmán en España y mantener con él un diálogo permanente. La solución no pasa porque el Estado se desentienda, sino que entienda la mejor manera de garantizar la libertad religiosa. Incluso la autofinanciación absoluta, a este respecto, puede ser una idea perniciosa.

Es decir, que pensémoslo un poco mejor. El artículo 16 puede servir ahora más que antes. Sí, se podría quitar la referencia explícita a la Iglesia Católica, pero poco se ganaría. Pero mantengamos la “cooperación” con todas las confesiones. El Estado está, como dice el artículo 16, para garantizar el ejercicio de la libertad religiosa. Se puede enseñar la creencia en los colegios, eso sí, fuera del horario lectivo y sin puntuar. Pues puede ser conveniente que se haga bajo una cierta cooperación o control del Estado. Lo que no implica que no se deban retirar algunos privilegios a la Iglesia católica (denuncia del mal llamado Concordato, cesión de propiedades que ha registrado a su nombre de forma torticera, impuestos y otras medidas). Es decir diferenciar bien las creencias religiosas (cuyo ejercicio hay que proteger siempre que no vayan contra los valores y la ley), del conocimiento de las religiones como fenómenos (que no están en retirada en el mundo; solo en Europa). Pues hay que educar a todos, jóvenes y mayores, en la historia de las religiones, y en conocer qué es lo que piensan los otros que ya forman parte del “nosotros”, y lo serán aún más en el futuro.

¿Es Francia el mejor modelo? Francia es mucho más radicalmente laica que España, pero eso no quiere decir que aborde mejor la cuestión de la integración de los musulmanes. En ello están. La famosa ley de 1905 de separación Iglesia-Estado incluso no se aplica en Alsacia-Moselle pues esos territorios, cuando entró en vigor aquella norma, pertenecían a Alemania, y cuando regresaron a Francia en 1918, y en otros intentos posteriores, no fue posible. Y en 2000 se modificó para volver a permitir la enseñanza de la religión en los recintos escolares. Y la prohibición de financiar las mezquitas con dinero extranjera las deja en una situación irregular.

Francia, como su vecino alemán, vivió la Reforma. Aquí se la paró. Y ahí empezó parte de nuestros males, que nos cuesta tanto corregir. Pero a ver si al corregirlos mal, provocamos otros nuevos, esta vez con otras confesiones que crecen y crecerán más.

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